Me desperté con el cuerpo entumecido, como si algo hubiera pasado por encima mío sin tocarme.
La computadora estaba apagada desde el reinicio de anoche. Sin embargo, en mi cabeza seguía parpadeando el símbolo azul: el triángulo invertido, dentro de un círculo incompleto. No lo veía, lo sentía. Como una migraña vibrando bajo la piel. El pecho ardía levemente, un eco físico de la quemazón que me había marcado horas atrás.
Salí tarde. La lluvia no había parado. El cielo parecía detenido en la misma hora desde anoche.
Caminé hacia la universidad con la sensación de que el aire se comportaba distinto a mi alrededor. La gente seguía con su rutina, pero yo percibía una mínima resistencia entre ellos y yo. No eran ellos: era yo. Sentía que ya no caminaba por completo en su mismo plano.
Me senté al fondo del aula. No quería hablar con nadie. Solo existir, en silencio.
Y entonces la vi.
No era su belleza lo que descolocaba. Era algo indefinible. El aire a su alrededor tenía otra cadencia, como si su presencia desentonara con el resto del mundo. La escena entera parecía una fotografía inmóvil… y ella se había movido justo cuando el obturador se cerró.
Se sentó lejos, pero no lo suficiente como para que no la percibiera.
Durante la clase no dijo nada. Solo escribía en un cuaderno blanco, sin líneas. Cada tanto alzaba la vista, no al profesor… al vacío.
Entonces dejó caer una hoja. La deslizó sin mirarme, como si lo hubiera hecho sin saber por qué, como si algo en ella la hubiera empujado.
La recogí. No pude evitarlo.
“¿Y si este mundo fuera solo la capa exterior?”
Ese era el texto. Caligrafía temblorosa, casi frágil.
El resto de la clase se desdibujó. El profesor hablaba de rituales antiguos, pero no escuchaba nada.
Mi mente viajó a la casa de mi abuela Chae-rin. Tenía seis años. Me sentaba frente a una pared agrietada y decía que ahí vivía alguien. ¿Un juego, una certeza infantil? En sueños creía ver esa figura: símbolos, columnas infinitas, ruinas imposibles. Imágenes que al despertar se volvían niebla, pero que nunca dejaron de existir en mí.
Volví en mí cuando la hoja se deslizó de mi mano. Ella ya no estaba.
Me levanté y salí al pasillo. Vacío. Solo un vidrio empañado. Y en él, por un segundo, apareció el mismo símbolo. Invertido. Como si alguien más también lo llevara, pero desde adentro.
Crucé la calle sin pensar, guiado por una corriente invisible. El aire en esa esquina tenía la misma densidad cargada de anoche.
Y ahí estaba: Led.
Bajo un toldo, la cabeza apenas inclinada. La lluvia resbalaba por su lomo, pero él no se movía. Me observaba con una calma extraña, como si supiera algo que yo apenas empezaba a intuir.
Sonreí y caminé hacia él. Un trueno. Una ráfaga de viento.
Cuando llegué… ya no estaba.
Solo quedaban sus huellas mojadas.
La calle se volvió inmensa, demasiado inmóvil, como si algo hubiera sido borrado.
El pecho me latió con un ardor breve, recordándome que no era un sueño.
No entiendo qué pasa.
Pero tuve la certeza de que esa vibración ya no me soltará.
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Editado: 10.11.2025