La noche tenía esa quietud falsa, como si todo estuviera esperando algo.
Las farolas colgaban sobre un cielo apagado, cargado de humedad; el reflejo de las luces en los charcos formaba símbolos incompletos. El aire no era frío, pero sí espeso, como si la atmósfera contuviera un secreto.
Caminaba sin rumbo por una calle secundaria. Las luces de sodio parpadeaban, lanzando destellos que titilaban en otra frecuencia. El pavimento mojado devolvía un eco sordo bajo mis pasos, como si estuviera más vivo que sólido. No había casi nadie: solo yo, mis pasos y un eco interior que crecía.
Entonces lo sentí. Un mareo súbito. La visión se volvió borrosa, como si el aire se espesara aún más. Y ocurrió algo que no sé cómo explicar: el mundo dejó de sonar.
No era silencio: era la ausencia de existencia, la sensación de que el universo había contenido la respiración. Todo lo vivo pareció ponerse en pausa por una orden sin voz.
Miré alrededor. No había autos. No había gente. Las ventanas estaban oscuras. Las farolas titilaban en sincronía con algo que no veía, pero que empezaba a percibir.
Y ahí lo vi.
Una figura flotante, translúcida. Sin rostro, pero con forma casi humana. No caminaba: se deslizaba, como si no tocara el suelo. Era una sombra hecha de magnetismo condensado; su contorno absorbía las ondas del entorno que, por un instante, logré ver. Parecía respirar energía.
Las ondas magnéticas se movían a su alrededor. Los faroles parpadeaban con su paso. No había viento, pero mi ropa temblaba. El aire se plegaba hacia él, como si el mundo respirara en reversa.
Al acercarse, lo sentí en el cuerpo. No era miedo ni frío: era otra cosa —una tristeza antigua—, una punzada detrás del esternón que me tocaba en un lugar que no sabía que existía.
No habló con voz humana. Emitió una frecuencia que escuché dentro de la cabeza, más que con los oídos:
—Tu frecuencia es única. Por eso los atraés… y por eso te temen.
Mi cuerpo no respondió. La escena quedó suspendida, como una fotografía viva.
—Tus pasos ya son ruido en Velharys —dijo la presencia, la frase vibrando en mi pecho.
Parpadeé. El mundo seguía detenido, dándome tiempo para procesar lo imposible.
—¿Qué significa eso? —intenté pensar; la pregunta sonó dentro más que fuera.
—Que dejaste de ser invisible. Tu presencia altera lo que ellos necesitan mantener intacto. Ya no podés esconderte.
La pregunta siguiente salió de mi garganta sin fuerza:
—¿Y qué sos vos?
—Soy un Susurrador. —La palabra no fue una definición, sino una condena—. Susurramos ideas. Plantamos semillas en la mente hasta que la memoria olvida su origen. Lo que creés propio a menudo no lo es.
Me ardieron los ojos. Sentí presión en el pecho; quise negar todo, pero algo en mí ya lo sabía, como si la verdad hubiese esperado a ser nombrada.
—Pero vos… vos no respondés igual —dijo, con una especie de extrañeza—. Algo en vos empezó a rechazarnos. Por eso te detectaron.
—¿Quién? —pregunté, aunque ya intuía la respuesta.
—Los otros. —La silueta vibró, como si algo la arrastrara hacia atrás—. No debería hablarte más. No debés confiar en tu silencio.
Sentí el impulso de gritar; el pecho me ardía.
—¿Entonces nunca fui yo? —no supe si lo dije o lo pensé.
—¿Nunca fuiste libre? —repuso la presencia—. Si todo lo que creíste elegir no fue tuyo… ¿qué o quién sos?
El tiempo volvió a moverse. No fue un encendido: fue una actuación, como si el mundo fingiera que nunca se detuvo.
—Volveré cuando el siguiente fragmento te elija —finalizó, y la frecuencia se quebró.
Parpadeé. Las luces, los autos, la gente: todo retomó su función. Pero yo acababa de ver algo que nadie debería ver.
Y en el aire, como una marca que permanecía en la retina, quedó la sensación de que alguien había lanzado una ficha sobre un tablero demasiado grande para entender.
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Editado: 10.11.2025