El imperio oculto, el despertar de jae-min

Capítulo 6 – El eco bajo la piedra

Corrí hasta que el aire me quemó los pulmones. No recuerdo cuánto tiempo ni en qué dirección. Solo sé que la selva me cerraba el paso y que cada raíz parecía querer atraparme para que no escapara. El eco del Susurrador todavía vibraba en mi cabeza: “Todavía no estás preparado.”
Me detuve recién cuando la linterna de Kiran me encontró en la oscuridad. Él no preguntó nada. Apenas me sostuvo por el hombro, como si supiera lo que había visto. Caminamos sin hablar, con la noche densa respirando alrededor. Fue esa huida la que nos llevó, casi sin darnos cuenta, hasta la entrada del templo enterrado. La puerta estaba oculta tras una cortina de lianas, como si el propio miedo que me había hecho correr nos hubiese guiado directo hacia allí.
Habíamos llegado a un templo que no aparecía en mapas; ni los guías querían hablar de él. Para alcanzarlo habíamos cruzado un lecho seco, descendido por una grieta cubierta de raíces y seguido un sendero de piedra que apenas se sostenía. El templo temblaba con un pulso que no pertenecía a este mundo. Bloques irregulares de piedra húmeda, cubiertos de líquenes que parecían respirar, sostenían cámaras laberínticas. El aire olía a humedad vieja, a encierro, y a algo metálico, casi eléctrico. Kiran avanzaba ...
—¿Sentís eso? —preguntó Kiran.
—Sí. Era algo que podíamos sentir los dos.
Los pasillos se retorcían como venas. Los insectos no volaban allí; el sonido de nuestros pasos era lo único que rompía el silencio. La cámara circular se abrió con un crujido suave.
Dentro, flotaba una presencia tenue, espectral, casi transparente. Absorbía ondas del ambiente como si respirara de la poca energía que quedaba en el lugar. Estaba incompleta, destruida, como si apenas lograra sostenerse en esa vibración. Por un instante, pensé: “es una especie de Susurrador”. Había en su forma algo familiar, como si ya lo hubiera visto antes, en otra frecuencia. Y sin embargo, se notaba dañado, roto, debilitado hasta lo irreconocible.
Me detuve en seco. El corazón me golpeaba con fuerza absurda. Ver una entidad así debería haberme paralizado de miedo… pero no fue así. Algo en mi pecho respondió a su frecuencia, como si el primer fragmento reconociera un eco distante. El miedo no entró: entró la memoria.
Kiran no reaccionó. Su linterna recorría las paredes, ignorando a la presencia. Entendí de inmediato: él no podía verla.
En el altar aparecía una columna cortada, derribada de algo mayor. En su superficie descansaba una piedra ovoide, oscura, incrustada como el núcleo del bloque. No pertenecía al material del templo; parecía haber estado allí desde antes de la piedra misma. La piedra emanaba un calor seco. Me acerqué con cuidado. Cada paso hacía vibrar una franja distinta del templo, como si el lugar respirara a mi ritmo.
Toqué la piedra. Al contacto, algo tiró de mí. Fue una absorción: como si una porción de mí fuese arrancada y lanzada a un plano donde todo era símbolo pero no menos real.
El mundo se quebró.
Un resplandor me cegó y, en ese parpadeo, la visión se abrió ante mí: una nave. No era máquina conocida; era una estructura colosal suspendida en un vacío que obedecía otras leyes. Superficies que latían como membranas, geometrías que vibraban como cuerdas tensas, planos de energía que se doblaban sobre sí mismos. Cada latido de esa nave curvaba el espacio alrededor. En su costado, fugaz, el triángulo invertido dentro del círculo incompleto, en azul. Un pitido fino me rajó el oído derecho. La nave no ava...
La presencia debilitada del altar se deshizo en vibración, arrastrada por la misma fuerza que liberó la visión. Y en ese vacío, algo más sucedió.
El fragmento en la mochila reaccionó como si hubiese esperado ese instante. Saltó, flotó delante de mí sacudiéndose como un insecto atrapado en luz; su zumbido era grave y mecánico, como una maquinaria antigua que recobra movimiento. Se lanzó y se clavó en mi brazo.
El dolor fue puro y directo. No era solo ardor: fue como si me escribieran desde dentro, incrustando memoria, duelo, furia. Una conciencia encallada reclamaba mi cuerpo con urgencia. La sensación era clara y violenta: sos mi cuerpo ahora.
Quise gritar, pero no salió nada. Todo se volvió blanco: luz, un grito ahogado, y luego la entidad se desvaneció. El templo cedió; piedra y polvo se plegaron alrededor, y el mundo volvió con un golpe.
Desperté sangrando, mareado, con marcas que ardían. En mi brazo, como grabado por fuego, estaba una palabra: VOHRN. Intenté arrancarla; la piel no cedió. Me arrastré, vomité, grité hasta que el aire me devolvió la voz.
Kiran apareció a mi lado. Pero había algo raro: su calma era demasiado medida.
—¿Qué viste? —preguntó, con una voz apagada.
—¿Sabías que esto iba a pasar? —le dije.
Kiran ni negó ni afirmó. Sus ojos temblaron por un segundo, extraños, como si una sombra de algo ajeno los cruzara. Me ofreció agua sin hablar; la botella vibró apenas en sus dedos, como si contuviera una tensión mal disimulada.
—Ya sabías que esto iba a pasar, ¿no? —insistí, casi sin pensarlo. Intuí que algo más sabía, que nada era casualidad.
Él no contestó.
En el vehículo, Kiran manejó en silencio, sin mirarme; apretaba el volante con fuerza, con los nudillos blancos, como si una presión lo habitara. Recordé a Led: por primera vez lo extrañé con necesidad, como si su presencia simple fuera un ancla.
En el avión el cielo estaba calmo, pero mi brazo no. El Susurrador volvió a aparecer, ahora con su voz en mi cabeza:
—VOHRN no debía manifestarse. Alguien lo soltó.
—¿Quién? —pregunté.
—Uno de ellos. Un Apostador que rompió el equilibrio.
—¿Y Kiran sabía algo de esto?
Silencio. El Susurrador añadió, con cautela:
—No puedo decirlo aquí. Esto no es seguro. Puedo ser escuchado.
La marca ardía: no era solo un sello, era una advertencia. VOHRN era el segundo fragmento. Y con él, entendí que ya no era solo testigo: era parte de algo muy grande que estaba empezando.




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