El imperio oculto, el despertar de jae-min

Capítulo 7 – El valor de lo que arde

El viaje fue agotador. Llegué al aeropuerto cerca de las dos de la mañana. Apenas bajé del avión, tomé un café para mantenerme en pie. Me senté en un banco metálico y me dormí sin darme cuenta. No fue profundo. No fue largo. Pero cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue el reloj sobre la puerta de embarque.

3:03.

Ni siquiera el cansancio más brutal podía evitar que despertara a esa hora.

Después del café y del breve sueño, tomé un taxi hasta casa. Dormí pesado, sin sueños, hasta que la luz del día me obligó a abrir los ojos.

Todo parecía normal: taxis, pantallas, cafés. Pero el aire tenía un peso distinto, como si estuviera cargado de algo invisible para los demás. Yo ya no encajaba del todo en la superficie de la vida común.

El fragmento en mi brazo estaba en silencio, aunque de vez en cuando… latía. No con dolor, sino con un pulso. Como si respirara por sí mismo.

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🐾

Led apareció como si nunca se hubiera ido. Estaba en la esquina de la plaza, esperándome. Tenía el lomo húmedo, las patas manchadas de tierra. Me agaché y lo abracé.

—Sos lo único que no quiero que cambie jamás —le dije.

Caminamos hasta casa. Le cociné carne. Comimos en el piso. Él me miraba de reojo, como si quisiera asegurarse de que todavía era yo.

♒︎

Amara me escribió: «¿Volviste?»

Nos encontramos en la terraza. El cielo no estaba nublado ni despejado: un gris plano, sin textura, como una pantalla apagada.

Ella me abrazó fuerte, aunque con un matiz de distancia.

—¿Dónde estuviste? —preguntó.

Me quedé quieto. Nunca le había mencionado Tuleikan. Nunca hablé del templo ni de los fragmentos. Aun así, me lo preguntaba como si lo supiera.

—Lejos —respondí.

—Entonces era cierto…

—No sé si estoy cambiado —admití, apenas en un susurro.

—No sé si eso es bueno o malo —dijo, pero su mirada ya no era la misma.

Comimos algo. Reímos un poco. Pero cuando tocó mi brazo izquierdo, el fragmento se activó.

Sentí una presión, como si despertara algo dormido.

Vi un templo negro. Una criatura enredada en magnetismo. Y en su frente, el mismo símbolo que ardía en mí.

Una frase en piedra: “Lo que arde, guía.”

¿Y si ser guiardo es condenarse?, pensé.

Volví en mí. Amara me observaba.

—¿Te mareaste?

—Un poco.

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🐾

Volvimos caminando con Led. Ella lo miró.

—Él sabe que está sucediendo algo, no?— pregunto

Asentí. No sabía cómo, pero lo sabía. Led tenía esa forma de mirar como si entendiera lo que los humanos ignoran.

Esa noche entró sin permiso y se acostó al pie de la cama. Dormimos.

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A las 3:03 desperté. Las luces temblaban. El microondas estaba apagado. El reloj vibraba sin números. Una pulsación grave recorría el aire. No era sonido: era frecuencia, como un radar buscando respuesta.

Led estaba en el pasillo, mirándome. Fijo. Tenso.

Y entonces lo vi.

El Susurrador.

No era el mismo. Estaba agrietado, fragmentado, como si hubiera atravesado un plano que no debía. No era la presencia poderosa del templo, sino un reflejo roto, un eco que todavía respiraba.

—Los que miraban… ya no se esconden —dijo. Su voz era presión más que sonido.

—¿Qué quieren?

—Ver qué hacés ahora. Porque ya no podés ocultar lo que sabés.

Su tono no fue duro. Fue resignado.

Vi una la foto: Amara, Led y yo. Un recuerdo en papel. Pero la foto temblaba. No la imagen: la realidad que la rodeaba.

Y entonces otra superposición: una silueta triangular negra flotando en el cielo. Una boca que absorbía estrellas. El mismo símbolo que ardía en mi pecho y la palabra VOHRN. No era un sueño. Era una advertencia real. Allá arriba, alguien había registrado la activación.

No podía seguir en silencio. Si me estaban observando, quería que lo supieran. Grabé una nota. No para mí. Para ellos.

«Sé que me están escuchando, observando. No sé dónde están. Pero yo sí sé lo que tengo que hacer. Si pensaban que iba a detenerme… se equivocaron.»

Hice una pausa. La garganta me temblaba.

«Voy por ustedes. Por la verdad.»

Volví a mirar el pasillo. Led ya no estaba. Su ausencia pesaba, pero sentía su presencia en otro lugar. Y tuve la certeza: alguien —o algo— había leído la nota.




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