Desperté con la garganta seca y la mente cargada. La imagen del símbolo el triángulo invertido dentro de un círculo incompleto aparecia en mí cabeza y una nueva ciudad o lugar me llamaba, Erykan. No sabía si lo había soñado o visto. Pero ahora ese nombre vibraba con nitidez en mí cabeza.
Abrí la notebook. El buscador no mostraba nada útil. Cerré todo y me recosté de nuevo. Pero algo me sacó del letargo: el zumbido. Venía de la mochila. Lo sentí vibrar. No era la notebook. Era eso. La piedra. Era el tercer fragmento. El que había robado en Shinzawa unos días atrás, cuando fingí ser fotógrafo para entrar al sitio del derrumbe.
Había visto la noticia en un portal alternativo, de esos que casi nadie lee: “Se desploma el suelo en zona restringida de Shinzawa: empresa de telecomunicaciones interrumpe obra por hallazgo arqueológico.”
Las imágenes eran borrosas, pero vi algo que me heló la sangre: escaleras viejas, cubiertas de raíces. Y un brillo al fondo. No dudé. Inventé una excusa, armé una credencial falsa de corresponsal y me presenté como fotógrafo de un documental.
Al principio no me dejaron entrar. Esperé. Me acerqué al encargado —un hombre curtido, chaleco cubierto de polvo— y pregunté por “arqueología ritual” con una voz segura que ni yo sabía que tenía. Al final, me dieron veinte minutos. “Sin tocar nada”, dijeron. Pero toqué.
La piedra estaba semienterrada entre los restos de un pilar derrumbado. Parecía parte de un mecanismo mayor. La envolví en una tela y la guardé en la mochila sin que nadie lo notara. Nadie me vio. Nadie supo. Desde entonces, esa piedra… ese fragmento… se manifiesta. Vibra cuando duermo. Emite calor cuando pienso en ella. Y cuando marqué en el mapa una región remota del sur, vibró con violencia, como si hubiera encontrado su dueño.
Erykan.
Reservé el vuelo sin pensarlo.
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El Susurrador apareció mientras cerraba la mochila.
—Estás decidiendo solo. No fue en acuerdo, debes escuchar mí voz.
—Nunca existió ese acuerdo. Voy por ellos.
—Erykan no se abre desde afuera. Solo desde adentro.
⟁
La selva era densa. Un silencio cargado, espeso, formaba una muralla invisible. La humedad pegajosa se metía en los pliegues de la ropa. El zumbido de los insectos era constante, como si alguien susurrara desde el follaje.
Un anciano me detuvo antes de ingresar al sendero real.
—Esa selva traga gente. Y los pocos que vuelven… no vuelven iguales.
☠️
Tres días de caminata. El calor era físico, pesado. Cada hoja arrancada era un velo quitado a la realidad. Dormía poco. Y cuando lo hacía, soñaba con columnas partidas, guardianes de geometría vibrante, símbolos flotando como faros apagados en un mar sin tiempo.
Tomé un desvío hacia la zona marcada en el mapa. No había carteles oficiales. Solo árboles con cintas, senderos semiabiertos.
Antes de entrar al sendero principal, me crucé con una pareja que regresaba. Mochilas livianas, camisetas empapadas de sudor. El hombre sonrió, agotado. La mujer, en cambio, parecía inquieta.
—¿Vas hacia el templo? —preguntó ella.
Asentí.
—Tené cuidado —agregó el hombre—. Dicen que ahí hay fantasmas. Nosotros no vimos nada… pero hubo un momento en que el aire se volvió helado, como si algo se arrastrara detrás de los árboles.
—Y escuché algo raro —dijo ella—. Como cadenas. Puede que fueran ramas o pájaros… pero algo me dio mala espina.
Les agradecí y seguí. Ellos no sabían lo que vieron. No podían saberlo. Pero estaban más cerca de la verdad de lo que imaginaban.
Y entonces, la entrada: un círculo de piedra viva, cubierto de raíces y líquenes, pero inconfundible. En el centro, el símbolo. Mi símbolo. Más antiguo. Herido. Como si hubiese sido tallado con desesperación.
Al tocarlo, el mundo se quebró.
∿
Ya no había selva. Solo oscuridad. Un suelo que latía como un cuerpo.
Dos guardianes flanqueaban la entrada. Gigantes. Hechos de líneas puras de magnetismo. Nadie más los vería. Solo yo. Algo cambió al tocar el símbolo: crucé un límite invisible. Una frecuencia nueva. El mundo ya no se comportaba igual.
No se movían, pero sus campos vibraban con violencia contenida, como si guardaran un rugido. Y entonces, sus cabezas giraron hacia mí. En silencio. No hostilidad: reconocimiento. Una aceptación muda. Ellos sabían que yo era distinto.
El aire se volvió frío. Algo más se manifestaba.
Más allá, una figura atada con bandas de energía flotantes. No estaba seguro de lo que era, o si era el resto de un susurrador. Su imagen vibraba en el aire, fragmentada, como si existiera entre planos. Solo alguien sensible a la energía podía verla completa.
Su pecho tenía el símbolo. No brillaba: pulsaba. Dormido durante siglos, esperando.
El Susurrador apareció de nuevo. Su vibración estaba alterada.
—No te acerques demasiado.
—¿Quién es?
—Uno de los nuestros. El primero que se rebeló.
—¿Un humano?
—No. Un Susurrador. Rompió su código. Ayudó a quien no debía. Fue silenciado.
—¿Y ahora?
—Si vuelve a hablar… si vibra otra vez… Velhaim vendrá. Y vos no estás listo para verlo.
—Entonces… lo que esa pareja sintió…
—Ecos. Residuos. Vibraciones rotas. No eran fantasmas. Eran fragmentos de él. La mente humana les da forma: cadenas, espectros. Pero son prisiones energéticas.
La figura abrió los ojos. Su mirada vibró en mi mente:
“Te estaba esperando.”
El suelo se deshizo en un vórtice de luz y magnetismo. Un portal. Y antes de entenderlo, ya estaba cayendo.
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Mientras caía, una idea se sembró en mi mente.
Y entonces lo vi: un triángulo oscuro flotando en el cielo, sombra sin origen. Un ovni. Y de golpe, estaba dentro.
Navegaba por túneles de energía imposibles. Tres figuras translúcidas, delgadas, me observaban. Eran campos energéticos flotando. Analizaban, buscaban intensificar emociones, estimular odio, deseo… para absorberlo.
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Editado: 16.11.2025