El imperio oculto, el despertar de jae-min

Capítulo 11 – El despertar de la densidad

Todo había cambiado.

No afuera. Adentro.

Desperté en una habitación blanca. No era un hospital. Era algo en los bordes del entendimiento humano: el techo agrietado respiraba encima mío; las grietas se contraían como si el espacio tuviera costillas y respirara. No eran roturas comunes: eran fallas en la superficie del mundo, micro-nodos que se abrían por segundos entre planos.

El aire vibraba con una carga invisible. Las paredes no emitían luz; emitían presión: un resplandor contenido que empujaba la piel. El símbolo en mi pecho ardía como un núcleo latente. No dolía, pero era presencia: una segunda conciencia, silenciosa, latiendo bajo la mía.

Me puse en pie con torpeza. La sala era aséptica y sin origen médico. Al fondo, un espejo: mi reflejo llegaba con retraso, no visual sino temporal. Vi mi cuerpo y su eco; y por un parpadeo, alguien más detrás de mí: sin rostro, sin tiempo. Luego se fue.

Entonces vi las ondas: trazos invisibles cruzando paredes, suelo, mis brazos —circuitos magnéticos que siempre habían estado allí y que ahora podía leer como si mis ojos aprendieran otro lenguaje. Salí. El pasillo era angosto, sin puertas, sólo el zumbido, el edificio respirando.

En una sala un televisor encendido mostraba niebla. Dentro de ella, una figura alta y vibrante. No estaba en la pantalla; estaba en un plano superpuesto. Luego desapareció.

Salí a la ciudad y ya no supe verla como antes. No porque hubiese cambiado: yo había cambiado la forma de mirar. Detrás de cada persona había una sombra vibratoria: Susurradores adheridos a la espalda, flotando sobre cabezas, enviando señales, comunicándose entre ellos. Y por primera vez, todos me miraron. No con ojos humanos: con frecuencia.

La visión duró minutos; después el velo volvió y abrí los ojos en un hospital real. El suero goteaba con su ritmo clínico. Todo parecía normal, pero yo no lo era.

Me costó dos días retomar la ciudad. No recuerdo el trayecto con detalle: estaciones, vuelos, calles; una vibración ajena guiaba mis pasos. Cuando recuperé la noción, estaba en las afueras. Led me esperaba. No ladró: apoyó la cabeza sobre mi pecho, justo donde ardía el símbolo. No era consuelo. Era advertencia.

✈️

Viajamos a Seiryū. No por impulso: Amara encontró el símbolo dibujado en la última hoja de un cuaderno viejo. Lo había guardado en la caja de su abuela y juró no haberlo dibujado nunca. La forma era exacta. No podía dejar de mirarlo. Decidimos seguir esa vibración.

Seiryū estaba cubierta de niebla y la subida al templo fue empinada. Amara caminaba a mi lado en silencio hasta que, de pronto, frenó.

—¿Sentís eso? —preguntó, mirando al cielo como si el aire tuviera densidad.

Asentí. Lo sentía todo potenciado: un empuje interno que hacía pesado cada paso. Ella notó mi torpeza.

—¿Estás bien? Tenés la mirada perdida —dijo, tocándome el brazo.

—Hay algo aquí. ¿Puedes sentir como esta vibrando?. No lo ves, pero se siente. Como si el lugar tuviera ojos.

Amara me miró en silencio y dijo, casi para sí:

—Cuando era chica, soñaba con luces que no eran luces. Algo me tocaba sin tocarme. Me dijeron que eran sueños. Tal vez no lo eran.

No veía exactamente lo que yo veía. Lo sentía: su Susurrador le permitía captar más que a la mayoría. No era igual que yo, pero tampoco era común.

Caminamos hasta que dos Guardianes aparecieron en la puerta: eran dos entidades formadas por líneas de magnetismo. dos imponentes seres gigantes uno de cada lado de la puerta me miraron e inclinaron sus cabeza. No era saludo: era reconocimiento.

Dentro, el templo no habia techo: cielo era el techo. El aire giraba en espiral; todo estaba tejido de magnetismo. En el centro, una figura sin rostro esperaba, temblando, como si no lograra sostenerse del todo en esta dimensión. Amara se quedó atrás, rígida. Sus ojos se clavaron en el centro.

—No lo veo del todo —murmuró—. Pero lo siento. Es una bruma caliente en los ojos cerrados.

Me acerqué. No vino a atacarme: vino a intentar entrar en mí, Me atravesó.

Amara gritó mi nombre. No pudo verlo; sintió sólo la presión en el aire, una descarga que la empujó hacia atrás. Antes de desmayarme, la visión se desplegó.

Vi un mapa sin tierra: una red de nodos vibratorios flotando como constelaciones. Cada punto brillaba de un color distinto; algunas conexiones chispeaban, otras latían aisladas. Reconocí ciudades, símbolos, fragmentos.

En el centro, una espiral incompleta, negra, girando. Las Casas observaban esa red, midiendo cada vibración, apostando hasta dónde podía llegar, lo que no entendían es que yo no era un simple jugador: era la anomalía que comenzaba a creer en sí misma.

La visión mostró estructuras flotantes, nodos sellados, fragmentos como llaves. Sombras adheridas a fragmentos intentaban corromperlos; algunos eran simples Yureils. No todos eran hostiles: algunos sólo querían volver. El que me atravesó no era enemigo directo; buscaba una vía, ofrecía visión para que yo comprendiera.

Y entonces lo vi claro: mi campo magnético era distinto. Ninguna Casa lo reconocía. Tampoco podía ignorarlo. Era una vibración anómala, una excepción en el tejido que Velhaim regulaba. Mi cuerpo llevaba un trazo antiguo, marcado por algo fuera de las reglas: una excepción que Velhaim había permitido.

Desperté en el templo de Seiryū. No me habían llevado a ningún lugar: sólo me había desmayado unos minutos. Amara estaba a mi lado, con la mano apretándome.

—¿Qué viste? —preguntó.

—Nodos, energías enfrentadas, y una espiral sin cerrar.

Ella no respondió con palabras. Sólo apretó mi mano. En mi brazo ardía algo nuevo pero está vez con una nueva forma espiral.

Uno de los Guardianes habló con voz con su pensamiento y palabras antiguas que pude entender:

—No eres un visitante.

—Eres lo que la lógica no debía permitir…

—Y aun así, algo decidió permitirlo.




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