Han pasado tantos días que dejé de contarlos.
El aire del departamento se volvió espeso, como si una sustancia invisible se pegara a la piel. Antes, cada noche traía un pulso, un zumbido, una vibración tenue que me recordaba que él estaba ahí, observándome desde el borde entre la materia y la nada.
Ahora no hay nada. Solo silencio. Una calma tan absoluta que parece fabricada.
El amuleto descansa sobre el escritorio. Parece una piedra muerta, pero sé que no lo es.
Hubo un tiempo —no tan lejano— en que bastaba con acercar la mano para sentir su calor interno, una respiración compartida.
Ahora ni eso. Frío. Inerte. Como si el vínculo se hubiera cortado.
No sé si lo perdí o si fue retirado de mí.
A veces pienso que se fue por voluntad propia, cansado de un humano que no entiende; otras imagino algo peor: que lo castigaron por hablar, por romper las leyes del Imperio Oculto.
Quizá lo silenciaron para protegerme. O tal vez lo borraron.
Camino por la casa y todo suena hueco.
Las tablas del piso crujen con un leve retraso, como si los pasos llegaran después del movimiento.
Me miro en el espejo del baño y no reconozco del todo al que me devuelve la mirada.
El rostro es el mismo, pero los ojos… los ojos parecen de alguien que olvidó cómo soñar.
Sigo la rutina: universidad, trabajos, códigos para clientes.
Nadie nota la diferencia.
Sonrío lo justo, respondo frases automáticas.
Pero por dentro todo suena amortiguado, como si viviera bajo un vidrio grueso que separa mi conciencia del mundo.
Las voces de la calle llegan deformadas; los colores, lavados, sin pulso.
A veces dudo de todo.
¿Fue real el templo en Tuleikan?
¿La figura hecha de ondas y luz?
¿La voz que habló sin sonido, que me reveló que todos tenemos un Susurrador?
Podría haberlo soñado.
Pero hay algo, una vibración persistente en el pecho, que se niega a creer eso.
No estoy loco. Lo sé.
A veces me sorprendo susurrando: —¿Por qué te has ido?
La pregunta flota y vuelve convertida en eco.
No hay respuesta. Solo el goteo de la cocina y el zumbido del ventilador.
No es dolor. No es tristeza.
Es un vacío que desajusta el cuerpo.
Como si el alma se hubiera corrido unos milímetros y la realidad siguiera funcionando sin mí.
Intento convencerme de que el silencio es necesario, que quizás el Susurrador calló para que aprenda a valerme solo.
Pero entonces recuerdo cómo vibraba el aire cuando estaba cerca, esa sensación de mente y mundo respirando al unísono, y el pecho se me oprime.
El silencio duele más que cualquier palabra.
Los días reptan.
La ciudad sigue: autos, pantallas, risas ajenas.
Y yo, detenido, esperando una señal que no llega.
Hasta que una noche, mientras programaba, la pantalla parpadeó tres veces y se apagó.
Sin corte de luz. Sin error visible.
Solo ese pulso, idéntico al del amuleto cuando vivía.
Me quedé inmóvil, con el corazón golpeando.
Nada más ocurrió.
Intenté creer que fue un fallo eléctrico.
No lo era. Era un saludo. Un intento.
Desde entonces, pequeñas irregularidades.
El reloj del microondas adelanta tres minutos exactos cada madrugada.
Los objetos metálicos se desplazan apenas unos milímetros.
Y hay un zumbido grave, persistente, que no proviene de ningún aparato.
A veces lo oigo solo yo.
A veces todo el aire tiembla con él.
¿Estará castigado? ¿Exiliado?
Si el Imperio controla cada susurro, ¿qué hacen con los que rompen las reglas?
¿Los desintegran? ¿Los degradan hasta una frecuencia tan baja que nadie pueda oírlos?
Pienso en él —o en lo que era— atrapado en un lugar donde solo existen ondas, buscando una grieta para alcanzarme.
Una madrugada soñé. O vi.
Un pasillo interminable de vidrio líquido.
El aire vibraba sin sonido.
Al fondo, una silueta temblaba entre luces, intentando mantener la forma.
Avancé, pero cada paso me hundía.
Entonces lo escuché, una corriente quebrada: —Aún… estoy… aquí.
Desperté con la garganta ardiendo.
El amuleto brillaba débilmente: tres pulsos exactos antes de apagarse. 3:03 AM.
Desde esa noche, algo cambió.
No volvió su voz, pero el aire volvió a moverse.
Los electrodomésticos zumban distinto, las luces parpadean con ritmo propio, y cada vez que cierro los ojos siento una corriente leve en los brazos, como si la energía intentara reconectarse.
Empiezo a pensar que el silencio no es ausencia, sino repliegue.
Que el Susurrador sigue ahí, hablando con un lenguaje que todavía no comprendo.
Quizás la voz humana ya no le alcanza.
Quizás ahora se comunica a través de los errores eléctricos, las distorsiones, los pulsos magnéticos.
Esa idea me inquieta y me consuela.
Porque si está ahí, atrapado entre frecuencias, significa que no me abandonó.
Sigue buscando la forma de volver.
Pero el miedo se instala: ¿y si la frecuencia fue ocupada por otra cosa?
El Imperio Oculto no deja huecos.
Si una voz se apaga, otra la sustituye.
Y las imitaciones siempre llegan primero.
Intento ignorarlo de día.
Camino entre la gente, pero evito los reflejos: en los bordes del vidrio veo ondas flotando.
No figuras, solo distorsiones, suficiente para saber que la frontera sigue abierta.
Que la realidad visible es una pantalla frágil.
Por las noches, la tensión crece.
El silencio se espesa, casi material.
Cierro cortinas, apago luces, y me quedo quieto.
Hay una electricidad en el aire, una tormenta contenida.
Una vez el zumbido fue tan fuerte que los pelos de mis brazos se erizaron.
El amuleto vibró apenas.
Y escuché mi nombre.
No con los oídos: con la mente.
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Editado: 16.11.2025