La ciudad no parece sábado a la noche. Parece que nadie hubiera trabajado en toda la semana.
Haenji está llena de luces y gente. Es feriado, hubo desfile y música en las plazas, y el calor no se fue ni cuando cayó el sol. El aire está pesado, pegajoso, con ese olor raro a transpiración, comida callejera y asfalto caliente.
Por eso la heladería sigue abierta a esta hora. Por eso hay familias, parejas, grupos de amigos y gente sola agarrada a un vasito de helado como si fuera el último salvavidas de la noche.
Y por eso estoy acá. Con Amara. En una mesa junto a la ventana, con el vidrio empañado por dentro.
Mi helado casi no se derritió porque casi no lo toqué. El de ella, en cambio, es un desastre dulce: bordes derretidos, chorritos bajando por el cartón, servilletas pegadas alrededor.
—No puedo creer que haya tanta gente todavía —dice, sonriendo mientras se abanica con una servilleta—. Parece que el feriado les dio permiso para no dormir nunca más.
—O para comer helado hasta morir —digo.
—Hay maneras peores de morir —responde, encogiéndose de hombros.
La miro un segundo. Tiene el pelo recogido de forma descuidada, como si se lo hubiera atado apurada antes de salir. Tiene las mejillas levemente coloradas por el calor. La remera clara se le pega un poco a la piel, pero no parece molesta. Se la ve… cómoda. Conmigo. Con este caos de gente.
Yo no sé si estoy cómodo, pero estar acá con ella se siente mejor que estar solo en mi habitación con la notebook apagada tratando de convencerme de que nada raro está pasando.
—¿En qué pensás? —pregunta, clavando la cucharita en lo que queda de helado—. Y no me digas “en nada”, porque ya te conozco.
—En vos comiendo helado como si fuera una competencia —contesto.
—Eso es porque tenías cara de que estabas por irte a otro lado —dice, sin dejarse engañar—. Y la última vez que te fuiste así, casi te caés en medio del aula.
Tiene razón. Fue ahí donde todo se mezcló por primera vez. El aula, el mapa que no existía, la palabra Tuleikan filtrándose en la pantalla de la clase como si alguien más estuviera escribiendo encima. Ella al lado mío, viéndome quedarme sin color, sin aire, sin excusas.
Y después vino Vohrn. Y los guardianes. Y el Susurrador. Y su mano agarrando la mía con tanta fuerza que todavía podría dibujar los dedos sobre mi piel.
Amara levanta la mirada. No hay enojo en sus ojos. Nunca lo hay. Lo que veo es preocupación y algo más que no me animo a nombrar.
—Desde que volvimos de ese templo, estás diferente —dice en voz baja, para que nadie más la oiga—. Más que antes. Es como si siempre estuvieras… escuchando algo que los demás no escuchamos.
—Es literal —murmuro.
Ella suelta una risa corta, pero la preocupación queda ahí, firme.
—¿Lo estás escuchando ahora? —pregunta.
—No —respondo—. Pero sé que viene.
Ella deja la cucharita dentro del vaso y entrelaza los dedos sobre la mesa. Me deja un espacio. Me deja respirar.
—Es como… —busco las palabras—. Como si algo adentro mío estuviera señalando un lugar. Todo el tiempo. Y cada día apunta con más fuerza.
—La selva —dice, sin dudar.
La palabra cae en la mesa como si hubiera estado esperándola.
—¿Te lo dije? —pregunto.
—Una noche —asiente—. Después de clase. Estabas medio dormido. Dijiste que había un árbol enorme, un río chiquito y algo en el suelo que “respiraba”.
No recordaba haberlo dicho, pero no me sorprende. Cuando algo me llama, parte de mí habla sin permiso.
—No es solo un sueño —admito—. Siento que… tengo que estar ahí. No sé por qué. Solo sé que, si no voy, algo se va a romper.
Amara no aparta los ojos.
No duda.
No retrocede.
—Confío en vos —dice—. Pero también quiero que sigas vivo. Así que necesito que me cuentes cuando sientas que algo se pasa de la raya. ¿Podés prometerme eso?
Antes de que pueda responder, el reloj del local hace un pip seco.
El número rojo marca:
03:00 AM.
La heladería sigue llena de ruido. Niños riendo, cucharitas chocando, sillas moviéndose, gente pidiendo gustos que ya se agotaron.
Pero para mí, todo se apaga.
Como si hubiera entrado en un acuario.
El aire frente a mí se vuelve más lento, más pesado. Lo siento.
La Marca del Pecho —la primera frecuencia— arde.
No como antes.
No es fuego.
Es dirección.
Respiro hondo.
El mundo se hunde un poco.
Y ahí está.
La selva.
La misma.
La que no conozco.
La que recuerdo.
Un árbol gigantesco, caído.
Un río delgado.
Un tótem de piedra con una espiral tallada a medias.
El suelo respirando.
Huesos enormes saliendo de la tierra.
Y detrás… el destello blanco.
Una pared lisa.
Infinita.
La Antártida.
Superpuesta a la selva como dos mundos mal combinados.
Una mano toca la mía.
—Jae… —susurra Amara—. Estás pálido.
La visión se corta como si alguien hubiera tirado de un hilo invisible.
El ruido vuelve.
El calor vuelve.
Amara me mira con los ojos grandes.
—Te hablé dos veces —dice bajito—. Me asusté.
—No quería… —empiezo a decir.
—No importa. Solo decime qué viste. Aunque sea un poco. No quiero que lo cargues solo.
Su preocupación me quiebra más que la visión.
—La misma selva —murmuro—. Y un paredón blanco, como de hielo.
—¿Y el pecho? —pregunta sin miedo—. ¿Ardió?
—Sí.
Ella acerca su mano.
No me toca, pero está ahí.
—No quiero que te pase nada —dice—. Si algo te llama… no puedo frenarte. Pero no me dejes afuera.
No tengo nada para decirle que no sea verdad.
—Te lo voy a contar —prometo.
Ella sonríe. Una sonrisa pequeña, pero tan real que me ordena por dentro.
Terminamos el helado.
Salimos.
El aire caliente de la noche cae sobre nosotros. Las luces de Haenji siguen encendidas. El feriado no quiere terminar.
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Editado: 16.11.2025