No recuerdo el momento exacto en el que decidí irme.
Podría decir que fue en la heladería, cuando el reloj marcó las 3:00 y por un segundo la selva se mezcló con el vidrio empañado. Podría decir que fue en la mirada de Amara, intentando entender qué me pasaba mientras yo fingía estar bien.
Pero no fue ahí.
La decisión se clavó unas horas después, cuando la ciudad ya estaba casi dormida.
***
Volvía caminando a casa, todavía con el sabor dulce del helado en la boca y la sensación de que algo en la noche se había desacomodado. El aire de Haenji estaba pesado, húmedo, como si la lluvia hubiera querido caer y se hubiese arrepentido en el último segundo.
Saqué las llaves del bolsillo. Levanté la vista un segundo, sin motivo.
Y entonces lo vi.
Un avión atravesando el cielo de la ciudad, a una altura ridículamente baja.
No sonaba como un vuelo normal. Era un zumbido grave, profundo, como si alguna parte del motor vibrara en una frecuencia que mi cabeza no sabía procesar.
Me quedé quieto en la vereda, sin poder moverme.
El avión era gris mate, sin logos, sin luces reglamentarias. Pasó justo encima de mi edificio, cortando la franja estrecha de cielo entre las terrazas.
Y debajo de la panza…
La espiral.
Tres curvas incompletas, enroscadas una dentro de la otra. La misma Marca. El mismo símbolo que ardió en mi pecho en la heladería.
Brilló en azul eléctrico durante un segundo.
La Marca del Pecho respondió en el acto.
Un latigazo de calor me atravesó el torso. El aire pareció comprimirse a mi alrededor. Todo ruido se apagó: autos, voces, el eco de la calle. Solo quedamos el avión, la espiral y yo.
El aparato siguió su camino sobre Haenji, lento, como si patrullara algo.
Nadie más lo vio.
Nadie más lo escuchó.
Yo apoyé una mano en la pared, intentando respirar.
Y en medio de ese silencio imposible, apareció una intención que no surgió de mí:
Andá.
No respondí.
No había con quién discutir.
Entré al edificio con la sensación de que el cielo acababa de firmar un destino sobre mi cabeza.
***
Duermo poco.
Cuando el celular vibra en la mesa de luz, la habitación sigue caliente, como si el aire se hubiera quedado atrapado en la noche.
07:06.
Abro los ojos. El techo de mi cuarto es el mismo, pero yo no.
La Marca late.
No con dolor: con decisión.
Me quedo unos segundos mirando el reflejo apagado de la ventana. El recuerdo volvió como un latido: la heladería a las 3:00, la visión absurda de selva entre el hielo… y el avión con la Marca sobre Haenji confirmando que nada había sido casual.
Me incorporo. La remera se me pega a la espalda. Estoy cansado, pero algo en mí no me permite quedarme quieto.
Voy hasta el escritorio. Prendo la notebook. La pantalla ilumina la habitación con un brillo artificial.
No abro nada habitual.
Abro la interfaz gris.
Ingresar alias.
Clave.
Doble autenticación.
Silencio.
La red responde.
Busco un hilo que había marcado hacía meses, más por obsesión que por curiosidad:
Descensos en área K-73.
No turistas. No fotos. No preguntas.
Punto de extracción único.
7 a 8 días. Sin garantía de regreso.
La imagen aérea muestra un mar de verde, un río delgado, un claro. Podría ser cualquier selva.
No para mí.
La Marca del Pecho reacciona.
Es ese lugar.
Exactamente ese.
Abro un canal cifrado con el contacto.
—Necesito un descenso en tu próxima salida a K-73. Sin registro. Pago completo.
Responde al instante:
—Vuelo hoy. 19:40. Hangar secundario, kilómetro 47.
Traé solo lo que puedas cargar.
No hay reembolso.
Veo la hora.
07:10.
Hago la transferencia.
Cierro la notebook.
Hay algo que tengo que hacer antes de irme.
***
Cuando empujo la puerta principal del edificio y salgo a la vereda, el aire de Haenji me golpea en la cara: tibio, cargado, como si la ciudad estuviera conteniendo la respiración.
Y ahí está.
Led.
Sentado frente a la puerta, como si hubiera pasado la noche esperándome.
En cuanto me ve, mueve la cola con tanta fuerza que parece que se va a desarmar. Se levanta, viene a trote corto y me apoya las patas en las piernas.
Me agacho y lo abrazo. Está tibio. El pelo húmedo.
La Marca del Pecho late más fuerte.
Apoyo la frente contra su cabeza y lo veo.
Líneas azuladas, finísimas, expandiéndose desde nuestro punto de contacto. Raíces de luz que se abren en el aire y se pierden en la nada.
Led permanece quieto.
Como si entendiera.
Cuando se separa, la Marca se ordena.
Ya no arde: apunta.
—Voy a volver —le digo—. Te voy a extrañar, pequeño.
Led da una vuelta y se sienta frente a la entrada del edificio, marcando su puesto.
Su manera de decir “acá te espero”.
No miro atrás.
***
El hangar del kilómetro 47 es un galpón oxidado en medio de la nada. Por fuera parece abandonado; por dentro, un avión de carga espera con la panza abierta.
No hay explicaciones, ni nombres, ni preguntas.
—Te dejamos cerca del río —dice el hombre del chaleco—. Tenés ocho días. Si no estás, no estás.
Asiento.
Subo.
El avión despega sin ceremonia. Haenji se vuelve un conjunto de luces borrosas detrás del metal.
Cierro los ojos.
Por un instante, mientras el vacío me envuelve y el motor retumba, siento que no estoy yendo a ningún lado…
sino volviendo a algún lugar que ya me conocía.
***
La puerta trasera se abre.
El viento entra como un golpe.
Abajo: selva.
Sin caminos.
Sin luces.
Sin nada.
Salto.
El aire me traga.
Mi estómago sube.
Las manos se congelan en el vacío.
Tiro de la manija.
El paracaídas se abre con un tirón seco.
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Editado: 16.11.2025