La libreta llevaba quince meses cerrada. Isabela la veía desde su escritorio cada mañana, con esa portada de cuero gastado que una vez había sido suave bajo sus dedos. Antes escribía en ella como quien respira: sin pensarlo, por necesidad. Ahora, las páginas se habían convertido en un territorio prohibido, un lugar donde las palabras se negaban a aparecer.
Hasta esta noche.
Sus dedos temblaron al tomar la pluma. No sabía bien por qué, después de tanto tiempo, sentía la urgencia de escribir precisamente esto. Una carta. Una carta que tal vez nunca enviaría, dirigida a alguien que había desaparecido como se desvanece el humo.
Andrés.
Solo escribir su nombre la hizo respirar profundo. Cerró los ojos y se permitió recordar: sus manos ásperas de tanto tocar la guitarra, la manera en que decía "Isa" como si fuera un secreto que solo ellos compartían, esa sonrisa torcida que aparecía cuando la miraba escribir en las madrugadas de la playa.
-----
Querido Andrés,
No sé si esta carta llegará a tus manos algún día, pero necesito escribirla. Llevo quince meses cargando estas palabras, y ya no puedo más.
¿Te acuerdas de la primera noche? Yo estaba sentada en las rocas, escribiendo sobre la luna reflejada en el agua, cuando llegaste con tu guitarra y me dijiste que mi concentración era más hermosa que cualquier paisaje. Pensé que era una línea típica de músico callejero. No sabía que me estabas viendo como si fuera arte.
Cuatro meses. Ciento veinte días que me cambiaron por completo. Me enseñaste a escribir con el cuerpo, no solo con la mente. A sentir cada palabra antes de ponerla en papel. Contigo descubrí que la literatura no era solo lo que leía en los libros, sino lo que vivía en mi piel cuando me mirabas escribir al amanecer.
Y después te fuiste.
Sin explicación, sin despedida, sin siquiera la cortesía de una mentira. Un día estabas ahí, cantándome al oído esa canción que inventaste solo para mí, y al siguiente tu teléfono sonaba en el vacío y tu cuarto estaba vacío.
Isabela levantó la pluma del papel. Las lágrimas habían comenzado a caer, manchando ligeramente la tinta. Había algo catártico en finalmente poner en palabras lo que había cargado tanto tiempo en silencio.
-----
Durante los primeros meses después de que Andrés se fuera, Isabela había vivido como un fantasma. Iba a clases, tomaba apuntes, participaba en discusiones sobre Cortázar y García Márquez, pero su mente siempre regresaba a esas madrugadas en la playa. A veces, al cerrar los ojos, aún podía sentir la arena entre los dedos y escuchar el sonido de las olas mezclándose con los acordes de su guitarra.
Sus amigos lo notaron. Su madre lo notó. Incluso sus profesores comentaron que había perdido esa chispa que la hacía destacar en los análisis literarios. Pero Isabela no sabía cómo explicarles que había dejado una parte de sí misma en esas noches, y que sin esa parte, escribir se sentía como intentar cantar sin voz.
Fue entonces cuando apareció Diego.
Diego era todo lo contrario a Andrés. Estudiaba ingeniería, tenía planes claros para el futuro, y la trataba con una gentileza que bordeaba la veneración. Era predecible en el mejor sentido de la palabra: llegaba puntual a las citas, recordaba sus películas favoritas, le compraba libros que sabía que le gustarían.
"Eres increíble, Isabela," le decía, tomando su mano mientras caminaban por el campus. "No entiendo cómo alguien no puede ver lo especial que eres."
Pero cada vez que Diego la miraba con esos ojos llenos de adoración sincera, Isabela sentía un vacío en el pecho. Era como comparar una lámpara suave con el sol. La lámpara era cómoda, segura, confiable. El sol te podía quemar, pero también te hacía sentir completamente viva.
-----
Sé que no fui justa contigo cuando te fuiste. Me quedé esperando una explicación que nunca llegó, pero ahora entiendo que tal vez no había palabras para lo que pasó entre nosotros. Tal vez lo nuestro era demasiado intenso para durar, demasiado real para sobrevivir en el mundo cotidiano.
He tratado de seguir adelante. Hay alguien más ahora, alguien bueno que me quiere de la manera que dicen que una debe ser querida: con estabilidad, con planes, con promesas que se pueden cumplir. Pero cada vez que él me besa, cierro los ojos y busco el sabor de sal y rebeldía que tenían tus labios.
¿Es terrible que prefiera este dolor a esa paz? ¿Es terrible que haya aprendido a amar esta herida porque es lo único que me queda de ti?
La mano de Isabela se detuvo. Esa era la verdad que nunca se había atrevido a admitir, ni siquiera a sí misma. Se había aferrado al dolor porque soltar significaba perder la última conexión que tenía con quien había sido cuando estaba con él.
Con Andrés, había sido valiente. Había escrito poemas que la asustaban con su honestidad. Había hecho el amor como si fuera una oración. Había sentido que su cuerpo y su alma estaban perfectamente alineados. Sin él, había vuelto a ser la chica reservada que observaba la vida desde la seguridad de sus libros.
-----
El día que lo vio de nuevo, Isabela caminaba de regreso de la universidad cuando escuchó una guitarra conocida. Su corazón se detuvo antes de que su mente procesara lo que estaba pasando. Ahí estaba él, sentado en la misma esquina donde solía tocar cuando se conocieron, con el mismo corte de pelo desordenado y la misma sonrisa que aparecía cuando estaba perdido en la música.
Pero no estaba solo.
Una chica joven, tal vez de dieciocho años, estaba sentada a su lado, mirándolo con la misma fascinación que Isabela había sentido una vez. Tenía esa expresión de quien acaba de descubrir que existe algo más grande que su mundo pequeño.
Andrés levantó la vista como si hubiera sentido que lo observaban. Sus ojos se encontraron con los de Isabela a través de la multitud. Por un momento, el tiempo se detuvo. Él sonrió—esa sonrisa torcida que ella conocía tan bien—pero ella no pudo corresponder. Solo pudo mirarlo, sintiendo cómo todas las palabras no dichas se agolpaban en su garganta.
#2493 en Otros
#596 en Relatos cortos
#6082 en Novela romántica
#1654 en Chick lit
Editado: 18.07.2025