El increíble caso del señor Emilio Vespasiano

La Casa de Alberto. El árbol. El pozo. El cementerio y la tumba de la matrona.

En el plano del camino el viento comienza a suspirar terriblemente en dirección contraria al auto de Leónidas. La pequeña ave comienza a blasfemiar, típico de un curso de viaje abrumador en el cual el ripio de piedras y polvillo crece a medida que el aire denso se levanta del suelo. El doctor lo vé por el espejo retrovisor y hace un nimio ademan de silencio.

 

- ¡Va a llover parece! La tierra se encuentra húmeda y los pastos hablan por sí solos. – dice Aníbal -

 

- ¿Usted sabe mucho de campo?

 

- Lo suficiente que el transcurso de los años me ha dado para saber defenderme bien.

 

Asiente Leónidas, en tanto baja el vidrio de la ventana izquierda para sacar su mano, mientras toma el volante con la derecha acelerando el pedal con su pie. Una combinación de partes del cuerpo perfectas en sincronía.

 

- ¿Sabe que si saca la mano, puede sufrir un accidente?

 

- ¡Lo sé!, solo quería palpar el aire que aplasta la tierra.

 

- Un conocido perdió la mano izquierda, y con ello el brazo. Se lo llevó puesto un micro que venía en la otra dirección a gran velocidad.

 

Luego el muchacho perdió el control, y falleció.

 

- ¡Terrible! - manifiesta con mísera expresión elocuente. -

 

- Es una de tantas de las historias del pueblo las Mostazas. Aquí han pasado muchas tragedias. Hubo pestes, hubo inundaciones, temblores. Acá se cuenta que vino la muerte un día y le gusto el lugar, y sé instaló para siempre. Y desde ese entonces solo pasaron las peores calamidades;

 

¡Y como pudo ver!, no hay otra cosa que polvo y cenizas luego del gran incendio. Ni siquiera los animales se quedaron.

 

- ¿El gran incendio? -

 

-. ¡Sí!, tan inmenso que hasta el propio demonio tuvo que tomar una cubeta con agua para salir apagarlo.

 

- ¿Y cómo fue?

 

- A ciencia cierta nadie sabe, ¡ni supo! Un día en medio de la noche las llamas comenzaron a consumir las casas, como si de debajo de los infiernos la tierra se transformara en una hornalla de fuego cocinando

 

 

 

 

todo a su alrededor. Vea a los alrededores y convénzase de lo que le estoy diciendo don.

 

En efecto Leónidas observa de la mano derecha y luego izquierda. Los pastos en su mayoría negros, en cenizas que se esparcen

 

- Como ve!, tal vez el calor es tal que la vida no es posible en esta parte de la provincia de Buenos Aires. -

 

- ¿Puede que sean los estancieros?, alguna broma, o alguien con malicia

 

- No señor! No hay estancieros. Los parajes de por aquí, son inhabitables.

 

Se han venido abajo todos los campos. Todos huyeron. El último que se fue era Don Augudio. Un día llego, y encontró las vacas muertas, y los pastos secos. Cuando fue a ver al su peón, estaba colgado de una soga al cuello en el establo con los ojos mirándolo fijamente, como quien no quiere saber más nada de este mundo. ¿Sabe lo que es que te miren cuando han partido, y has partido? y lo digo, pues también nosotros no hemos ido de aquí, y no nos dimos cuenta aún.

 

- ¿Pero se suicidó?

 

- Sí, aunque era todo muy extraño. Los demás terratenientes también se fueron, cuando la depresión se les vino encima. Se corrían historias de que los indios ranqueles y sus espíritus habían maldecido desde los tiempos del General Rosas a todos los criollos de este pueblo. Otros dicen que el agujero que lleva al averno está aquí mismo.

 

- Son historias del folclore

 

- ¿Historias? A mijo querido. ¡Hay mucho para contar! Ya le dije la muerte vino de vacaciones, y se quedó para siempre. Tal vez fuera el canto de los indios que la trajo, tal vez un pacto, ¡quién sabe che! – Aníbal –

 

Al mencionar se lamenta ladeando la cabeza en un movimiento negativo. El proceso de todas esas palabras que de su boca salen vomitadas por arte de la melancolía instaurada en el centro de su cuerpo. Al estómago que resiste todo lo que se traga uno en la vida; deglutiendo paso a paso las miserias y atrocidades que al final no se pueden ni cagar.

 

Continuaron rumbo. Las nubes comenzaron a fusionarse para formar una única e inherente masa gaseosa. Una amalgama de partículas condensadas por el vapor de las pocas aguas que pudieron ser abducidas y ese cambio calórico de presión atmosférica. No es inestabilidad. Como dice Aníbal el calor es tan abrumador que el fuego se hace un festín. Tal es así que parecería que la gente prefiere morirse pronto para ser enterrada en la

 

 

 

 

frescura de la tierra. De alguna manera hay que vencer al terrible sol del verano, aunque ello signifique dejar este mundo.

 

- ¿Y usted Aníbal por qué eligió quedarse aquí?, a lo mismo que aquellos paisanos de la pizzería.

 

- Son pocas las personas que han optado por permanecer en el pueblo. Digamos que ya me he acostumbrado, y cuando uno se acostumbra cuesta salir de donde se encuentre. ¿Me entiende?

 

- ¿Y una mejor vida?

 

- No lo creo, ya uno no quiere cambiar. El cambio, requiere valor que uno pierde con los años. Todos los que están aquí. Prevalecen por el miedo a no saber, como abordar el futuro. Los jóvenes, no llegan a la edad de treinta y pico. Edad en la que uno se vuelve más conservador para sí mismo, y para los otros. Es mejor ser cauteloso dice el dicho y no arriesgar.

 

 

- ¿Pero sino arriesga no gana?

 

- Y sino arriesgo posiblemente no pierda. No están simple. Las mentes se vuelven perezosas

 

- Es verdad, aunque yo siempre tuve la idea de que uno no debería estancarse. La vida se vuelve aburrida sino se está en constante movimiento. –

 




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