El increíble caso del señor Emilio Vespasiano

El doctor viaja nuevamente al pueblo. El pozo.

Al terminar su trabajo luego de una ardua investigación, en una pesquisa de datos, se incorporó con su mirada al techo en la taciturna semblanza de un rostro que espera del cielo los favores de una prueba que sea suficiente para interpelar una buena defensa, y cavilo como siempre lo hace.

 

- ¡Realmente es cierto! (Maquinación de mí mente irracional). Esto es una ficción real. Una imagen voluble que dice encontrarse en un vestíbulo patibulario del infierno esperando que alguien lo proteja en sus vocablos con una defensa ante un juez que impartirá justicia ciega. Y acá me encuentro, un yo, un aquel, un quien está siendo visitado por dos seres errantes que se hayan a punto de vagar por la eternidad en las llamas del bajo mundo. Me han pedido ayuda seres que ni el dios y el diablo toleran. Y aquí en un pequeño despacho observo las paredes de un techo y al mismo tiempo el suelo ¿Qué dilema éste? Ese en el cual tu objetivo se convierte en una decisión de vida o muerte, y dirimes esa sensación de continuar huyendo, o quedarte a luchar cuando las cartas están echadas a suelo y solo resta cerrar los ojos, y cruzar el Rubicon al otro lado donde un Pompeyo espera impaciente.

 

- Cuando la vida eterna en una inmortal tortura está en juego. ¿No te parece que es idóneo defenderla? – comenta desde una ventana un pájaro de color verde.

 

- ¿Lo es?, solo si hay una obligación.

 

- Tu vida, la vida de otros. ¿Empatía? ¿Ecpatia? ¡Como gustes! La razón es que a veces que amarrarse el cinturón en el pantalón, y salir a la calle a confrontar el peligro. A dar aunque sea un poco de cierta esperanza a los que detrás de ti esperan deseosos un poco de justicia. Aquel hombre desahuciado, y extraviado en una nebulosa sabe bien por él, su mujer e hijos lo que les espera, y no han venido a ti como una opción, al contrario como la mejor opción. El destino puede que te haya marcado para que sea un orador de las leyes, y él, ahora es la única razón que te impulsa a decidir lo que realmente ha de hacerse. Están en aprietos amigo, y no quisiera ser tú en este momento, solo puedo decirte que cierres los ojos, y te armes con tu mejor escudo y espada, y enfrentes lo que haya de enfrentarse.

 

Las palabras, sin ellas no habría motivos para continuar adelante cuando de generar ánimo se trata. Ellas, las benditas de fuerza y pasión, rebelan el misterio de un trasfondo que solo existe en el interior de casa persona

 

 

 

 

abrumada. Ellas, cuentan, defienden, protegen, lloran, ríen; conforme la expresión del estado de ánimo del ser que la emite. Y los que no pueden expresarlas sea físicamente por alguna discapacidad encuentran el camino correcto para que ellas salgan a la luz, con sus manos, gestos, y detalles importantes de comprensión. Solo hay una forma de coartar las palabras, y es cuando no se tiene el valor suficiente para que ellas sean expresadas. No se les permite una salida expedita. Una excarcelación por un delito que no cometieron, salvo si es por no tener el coraje de ser expulsadas.

 

El doctor Leónidas, sabe a la perfección lo que las palabras pueden, y deben hacer. Él, en su oratoria más extenuante, y de coraje sacro, ha intentado en sus años de aprendiz la retórica del Advocati contra el insulso e imparcial sistema judicial; lleno de un frio proceso formal, y a veces rígido, de puro rigorismo. Ahora se encuentra en la encrucijada de salvarse el mismo del tormento y a un grupo de personas de la perpetuidad de la cárcel infernal. Éste, no es un simulacro como los años de estudiante, ni una causa más de esas que se discuten ejecuciones, daños, o pericias malogradas. Aquí yace el verdadero sentido de la palabra que ha de ser la lanza que subyugue a los malhechores, que no solo existen en un círculo de fuego en los bastos mundos del averno,

 

¡no existen! afuera. Allá en las calles, en los comercios, en las entidades estatales, en las empresas, ciudades, países, regiones, en el propio universo completo.

 

Guardó asiento en su quimérica mente sobre la contienda que se avecinaba en aquel altar de sacrificios humanos llamado estrado. Toda su magnífica vida fue otorgar un título prosaico a las causas que fuera de contexto provenían de mortales que solicitaban el auxilio privado de su persona. El algún contexto de su vida perdió el entusiasmo por aquella profesión, por ánimo de una relación amorosa, por la comunicación social, y posiblemente por la vida. Ese era Leónidas. El doctor Leónidas.

 

- ¿Cuándo deberás ir? –

 

- Ellos me llevarán.

 

- ¿Iras en un sueño?

 

- ¡Posiblemente!

 

Carlos estaba impertérrito en su fragmentos de cuestiones dentro del psicoanálisis mental, en cuanto una galleta de su boca afloraba el espíritu de la hambruna que se manifiesta cuando se ha pasado unos momentos sin recibir alimentos. Cabila y chilla como toda cotorra en su afán de intranquilidad e inquietud.

 

 

 

 

- ¿Qué te ocurre? - pregunta

 

- Un presentimiento, me ocurre. Uno que puede llevarte a la más audaz pesadilla. Hay que buscar la clave exacta.

 

- Tus palabras como siempre tan ambiguas llenas de disyuntivas y raciocinios fatales. Eres facsímil de un filósofo griego olvidado por ahí.

 

- Esta vez no estoy filosofando, algo ha de ocurrir. Hay que regresar a las Mostazas.

 

- ¿Estás tan seguro? - repregunta sin especificaciones. -

 

- Es solo el presentimiento de un ave.

 

- Veremos qué podemos hacer al respecto.

 

Carlos, lo contempló como una escultura de aquellas que habitan en las plazas. Insegura, con su mirada fría y paciente de no saber que sabe. En su examen un deja vu determinó que esta situación ya era vivida y no queremos saber si fue, o




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