El infierno empezó contigo

PRIMERO:

Fuiste perfecto en conducta desde el día de tu creación,

hasta el día que se halló en ti la inquietud.

 

Las facciones sin imperfecciones de los ángeles del Edén serían consideradas hasta el fin de los tiempos como lienzos enmarcados por hilos de oro. Esto las llevaría a ser plasmadas una y otra vez mientras existiese la fe, pero dichos intentos serían en vano. Una obra de arte no nace dos veces, menos de diferentes manos. Está escrito que ningún ser además de él, mortal o inmortal, logrará el efecto de la tez pálida e inmaculada al someterse al resplandor divino, ni imitará el diseño de ojos sin pupila y de irises tan claros que no serían captados por el ser humano, el próximo proyecto del Creador. Solo él.

Rostros hermosos. Cabellos metálicos. Piel pálida. Ojos blancos.

Esas cuatro eran, a parte de sus alas, las principales características físicas de las deidades menores. También se tomaba en consideración su vestimenta al momento de compararlos con otras criaturas. Usaban sandalias o iban descalzos. Portaban piezas de oro en diversas zonas del cuerpo y en caso de no formar parte de una de las tres jerarquías, solo se les era permitido el porte de túnicas que variaban en diferentes tamaños, cortes y tonos de su color predilecto; blanco perlado, blanco amarillento, blanco grisáceo...

Lucifer no sabía durante cuántos eones más podría ocultar que estaba harto de él.

Una suave voz a su lado lo detuvo de desnudarse en protesta─. ¿Estás bien?

─No. ─Cerró los párpados por un breve instante. Cuando los abrió se enfocó cien por ciento en el mayor regalo que hubiera recibido: Lyala─. Raphael ha vuelto a retarme y ha pedido que esta vez no le deje ganar. ¿Sabes lo que eso significa, mi caelo?

─Lucifer...

Mi caelo...

Sus pequeños labios de fresa se curvaron en una suave sonrisa.

─No seas tan duro, ¿sí? Él te ama más que nadie.

El portador de la aurora juntó las cejas─. Pensé que tú me amabas más que nadie.

─Pues... Raphael me ganó ─respondió con una mirada traviesa.

Cómo adoraba cuando la picardía predominaba en ella.

Era diferente a todo lo demás.

─¿Ah, sí?

Sin dejarla contestar, se posicionó sobre su pequeño cuerpo como un cazador sobre su escurridiza presa. La tomó por sorpresa a ella y a los ángeles levitando su alrededor acariciando su abdomen hasta hacerla reír al borde de las lágrimas. Los ángeles arrugaron la frente y adoptaron expresiones de disgusto antes de decidir ocupar su tiempo en algo o en alguien más, decepcionados de que el portador de la aurora, el querubín más amado por el señor, no les diera nada nuevo para ascender en la angelología.

─¡Bas-bas-basta! ─chilló Layla al creerse incapaz de seguir soportando la feliz tortura─. ¡Lucifer! ¡Por-por fa-favor! ─Tembló en medio de una carcajada─. ¡Para! ¡Está bi-bien! ¡Me rindo! ─gritó más fuerte cuando él bajó la intensidad─. Te-te amo más que nadie en el cielo, Lucifer, mi corde. No Rafael. No Gabrielle... ─Su voz adoptó un tono que lo hizo sonreír─. Te amo más que nadie.

Lucifer finalmente se detuvo, pero no lo hizo por sus hermosas oraciones a él o por la mirada llena de desaprobación que le lanzaba Miguel, uno de los Siete Arcángeles, como dagas desde el centro del área de entrenamiento. Lo hizo porque había dejado de ser un juego inocente. Esa sensación de querer más lo había inundado de nuevo tan dolorosa y anhelantemente como siempre, demandándole algún tipo de acción para saciarla. Su cuerpo exigía más de ella. Más de su risa infantil. Más de su tacto suave como las nubes. Más de su aroma a gloria. Más de su mirada plateada con cinceladas azules como el cielo.

Su caelo.

─A excepción de Dios ─añadió para evitarle un castigo innecesario.

Layla se sonrojó─. A excepción de Dios, nuestro Señor.

Lucifer presionó los labios contra su frente antes de dejarse caer de la nube en la que tomaban un descanso de sus tareas. Lo hizo sin extender sus alas. Las plantas de sus pies protestaron al encontrarse con la superficie metálica, pero el impacto no afectó su equilibrio. Se irguió como el digno guardián del la Gloria de Dios que era: sin flaquear, sin mostrar señales de dolor, consciente de cada detalle a su alrededor y enseñando que su sacrificio valía la pena si se obtenía en respuesta una muestra del poder que el Señor le otorgó.




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