El infierno empezó contigo

SEGUNDO:

Eras sello de una obra maestra,

lleno de sabiduría, acabado de belleza.

 

 

─Lucifer, el Señor te llama ─escuchó, pero sus párpados no se separaron.

Layla suspiró. Llevaba todo el ocaso y parte de la noche esperando que su ángel despertara, pero Lucifer solo se removía y soltaba ocasionalmente uno que otro jadeo lastimero que arrugaba su corazón. Ganó el combate aún con la gran ventaja que concedió, lo que no lo eximió de salir gravemente herido. Sabía que eventualmente se levantaría, pero nunca deseó tanto tener el don de la sanación como en ese instante. Su voz era una cura para el alma, no para las heridas fisicas. Verlo pálido e inconsciente le dolía porque la hacía imaginar peores escenarios en los que jamás podría intercambiar palabras o caricias con él. Los ángeles eran como la energía: nunca morían, pero se transformaban. Si eran heridos al punto en el que su cuerpo no pudiera contener más su esencia, se desvanecían hasta hacerse uno con el universo.

«Bondad en partículas de polvo», les decía ella.

─Despierta por lo que más quieras... ─murmuró atreviéndose a delinear su rostro.

Lucifer era hermoso.

Sus cejas eran abundantes y gruesas. La nariz la tenía levemente torcida, como si fuera posible que hubiera sufrido un trauma, pero eso le daba un aire más tenaz y amenazador a su sonrisa de labios llenos. A diferencia de muchos de los ángeles mayores, sus facciones seguían siendo las de un joven por su condición de querubín. También sus ojos. Aunque tuviera la edad del cielo mismo, su mirada dorada estaba llena de alegría y vanidad. Los ángeles lo reñían por su aura egocéntrica, pero la verdad era que todos se habían acostumbrado a sus pequeñas faltas. Algunos hasta disfrutaban con ellas sin atreverse a imitarlas.

El Señor lo adoraba como era, pero nadie correría el riesgo de tentar a la suerte cuando la consecuencia era decepcionarlo. Su cabello negro como el ónix entre tantos rizos dorados, castaños y rojizos ratificaba que era la excepción del paraíso, así como también su cuerpo delgado, tonificado y alto. Todos se preguntaban cómo era que podía derrotar a oponentes como Miguel, de casi dos metros y medios de músculos de acero, Raphael, doscientos kilos de proteína, o al mismísimo Raziel, cuya mente poseía un gran poder que dejaría fuera de combate a cualquiera en un chasquear de dedos, siendo tan precioso que le daba otro significado a la virilidad y a la belleza.

Layla rió cuando habló contra su dedo que justo entonces pasaba por sus labios─. ¿Por lo que más quiera? ─Lucifer sonrió de forma lenta al verla─. Eso sería por ti, mi caelo. Eres lo que más quiero.

─Está mal que seas tan avaricioso ─lo riñó alejándose con las mejillas encendidas.

Sus rostros habían estado demasiado cerca.

─¿Está mal amarte?

El rubor en el rostro de Layla se hizo más intenso. ¿Estaba mal amarla? No, pero estaba mal que amaran al otro más de lo que amaban a sus otros hermanos. No debería ser así. No podían tener preferencias. ¿Estaba mal quererla? Sí. «Querer» sonaba frívolo y egoísta, pero peor era sentir tal satisfacción por el hecho de que Lucifer la quisiera. Ella no era de nadie más que de Dios.

─Está mal que me ames demasiado ─contestó.

Lucifer, cuyo corazón protestó al verla tan afligida, extendió la mano para acariciar su mejilla. Le gustó que ella se acurrucara contra su palma─. Si tengo que ser pecar que sea por amarte, Layla. ─Poco a poco se enderezó para abrazarla─. Nunca he recibido más que amor de ti. Pecado sería no devolvértelo.

Layla volvió a alejarse de él, pero esta vez porque su toque era demasiado.

Lo que sentían el uno por el otro estaba mal.

Pero se sentía tan bien.

─Mi amor es desinteresado. No espero nada a cambio.

─Él mío no ─confesó volviendo a acercarse. El brillo que había tomado posesión de sus bellos ojos, normalmente llenos de bondad, la hizo estremecer. Jamás lo había visto. No sabía nombrarlo, pero en su interior lo reconocía. Ella misma lo sentía quemando sus entrañas con necesidad, pero desconocía de qué─. Yo espero que me ames.

El silencio los envolvió mientras Lucifer la instaba a sentarse entre sus piernas y la rodeaba con sus brazos. Dentro de ellos era más pequeña que de costumbre y se sintió aún más diminuta cuando el ángel extendió sus alas plateadas, cada una de aproximadamente siete metros de longitud, y los cubrió con ellas. También un extraño alivio la invadió con esa acción. Sus plumas eran un escudo que mantendría en secreto lo que pasara dentro de ellas. A pesar de que estaban en la nube de Layla, quién no recibía visitas inesperadas, salvo las de Lucifer, siempre había un par de ojos puestos en ellos.




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