Tres Lobos
¿Qué es lo que realmente nos hace humanos ante el resto de las criaturas? Posiblemente, lo primordial de todas las denominaciones existentes y del cuestionario amplio a esta respuesta sea el miedo.
Una emoción tan básica y fundamental en nuestras vidas. Un papel desarrollado por la misma llamada supervivencia que nos mantiene vivos.
Un sentimiento que si dejáramos de sentirlo la muerte sería inevitable en el próximo segundo. Sin el miedo nos volveríamos temerarios, arriesgando la vida en cada instante. Por ello el miedo es necesario, y justamente por ello seguimos vivos.
Justamente por ello logramos sobrellevar la vida, con un solo objetivo al despertar y al cerrar los ojos: el objetivo de supervivencia… O esto era lo que insistía en creer, recordándome más de una vez que el miedo es necesario.
Es necesario.
Lo es…
¿Realmente lo es?
Sacudí la cabeza aplastando todas las cuestiones tan insistentes acerca del miedo. El miedo que nos mantuvo permanecer en esta nueva vida injusta.
Una vida diferente a la de hace tres años, momento en el que todo el caos se desató. Todo el mundo, nuestro mundo, se vino abajo. Lo que conocíamos se extinguió. Y lo desconocido surgió.
Caímos, ellos se levantaron…
—Tengo hambre —aparté la mirada de la ventana—. ¿Me escuchaste?
—Lo hice —entrelacé los nudos firmes en los cordones de mis zapatillas desgastadas.
—Y porqué no respondes.
—Acabo de hacerlo —Con calma me coloque la chaqueta tendida al final de la cama. —No es mi culpa que estés desesperado.
—No es mi culpa estar desesperado. De verdad tengo mucha hambre. ¿Ves esto? —señaló su estómago— Está vacío. Necesita atención —unió las cejas—. ¡Aliméntame!
Fue inevitable no reír ante su exigencia. No era mi culpa no tomarme en serio sus palabras. Él apenas cruzaba los doce, compartíamos la sangre y… y era lo único que me quedaba.
—No se ve tan vacío —me burlé de su leve abultado estómago.
—¡Minerva!
—Bromeo —crucé por su lado, atravesando el marco de la puerta abierta—. Sé que tienes hambre, pero lamento decirte que no hay mucha comida.
Bajé las pocas escaleras de sonidos chirriantes cada vez que pisaba la superficie de madera.
Adentrando mis pasos en la cocina, fui directo a la alacena verificando la existencia de algún alimento. Solo envases vacías y una pequeña porción de mermelada en una, adornaba las repisas.
Conseguí la mermelada hace un mes como el regalo de cumpleaños para mi hermano por sus doce años. Valió la pena todo esfuerzo al ver sus ojos brillantes.
—Tenemos pan, mermelada y agua. ¿Qué tal? —Me giré encontrando ya a mi hermano sentado frente a la pequeña mesa de madera.
—No lo sé, parece demasiado. De hecho ya no tengo tanta hambre. Puedo tomar solo agua.
Escudriñando su expresión, entendí. —Hace menos de dos minutos entraste a mi habitación exigiendo alimento, y ahora, ¿ya no tienes hambre? —giré nuevamente sacando las piezas de pan— Deberías aprender a mentir mejor.
—Mamá siempre dijo que mentir era malo —detuve mi movimiento ante un nostálgico recuerdo.
Hace tres años muy aparte de una guerra contra lo desconocido, experimentamos la muerte de nuestros padres.
Con solo dieciséis y mi hermano con nueve la perdida fue un golpe más duro para él. Sufrió negándose a aceptar la realidad, lloro por noches después de sueños buenos o malos. No fue fácil cargar con su dolor y el mío.
—Y tenía razón. Mentir es malo —llevé los platillos con las rebanadas de mermelada—. A no ser que sea excesivamente necesario, o por una causa superior.
—¿Una mentira blanca? —sus ojos castaños iguales a los de mamá me observaron fijamente.
—Una mentira piadosa para decir algo falso dirigiendo a la verdad. Esas mentiras no son como las crueles que están dichas para perjudicar causando un mal. ¿Comprendes?
—Algo así —apretó los labios—. Por ejemplo: si te digo que no tengo hambre para ahorrar la comida… ¿esa es una mentira piadosa? Porque quiero que no pasemos hambre después, ¿verdad?
—No, esa es una mentira perjudicial porque el alimento es necesario —empujé el plato, sirviendo el líquido cristalino en el vaso después—. Aliméntate.
—Pero ya no tendremos más comida.
—Tenemos tubérculos —señalé la canasta de mimbre en una de las esquinas—. Iré al mercado de cambio para conseguir otros víveres necesarios. Así que no te preocupes.
Dudo unos segundos pero al final, como una bestia hambrienta empezó a devorar el pan. Realmente tenía hambre. Lo observé masticar mientras le daba algunos sorbos al agua. Esperando su distracción, con cautela coloqué la mitad de mi porción en su plato.
—Te quedarás con la Señora Dora —Dando el inesperado anuncio, dejó caer el pan, abriendo exageradamente ambos ojos.
—¡No puedes dejarme con ella! ¡Ella está más ciega que un Topo!
—Alejandro estás exagerando.
—¡Es la verdad! El anterior semana me dio de comer una planta. ¡Una planta, Minerva! —Tal vez tenía algo de razón. —Déjame ir contigo —Mi expresión cambió a una negativa.
No podía dejarlo ir a ese sitio. Aparte de ser una sección llena, las criaturas se paseaban alrededor de vez en cuando
—Te quedarás con la Señora Dora —separó los labios para protestar—. Sin objeciones.
Cerró la boca uniendo levemente las cejas en una clara molestia. —Ya no soy un niño, Minerva.
—Cierto, pero sigues siendo mi hermano menor y mi deber es protegerte sin importar la edad que tengas, así que… —tomé la gorra de béisbol— te quedarás en la casa de la Señora Dora —coloqué la prenda sobre su cabeza, cubriendo parte de su cabello castaño lacio y algo desalineadas. Limpié también algunas migajas de la comisura de su boca.
Fue evidente su inconformidad por mi decisión, pero no protestó, ni intentó convencerme.
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Editado: 07.02.2025