A Alma le daba miedo dormir.
No lo decía en voz alta, porque sonaría absurdo. Como si fuera niña todavía, como si le temiera a los monstruos bajo la cama o a las sombras mal dibujadas por la lámpara de noche.
Pero no. Lo suyo era distinto.
Ella no le temía al sueño, sino a todo lo que le devolvía cuando se rendía ante él.
Había desarrollado una especie de rutina para resistirse. Se metía a la cama a la misma hora cada noche, pero solo por inercia. El cuerpo fingía cansancio, mientras la mente tomaba aire y comenzaba la verdadera batalla.
Un episodio más. Una playlist instrumental.
Un juego de deslizar colores sin sentido en el celular.
La pantalla al mínimo, el volumen casi apagado. Solo para hacer ruido adentro, para no escuchar lo que el silencio siempre traía.
Afuera, la ciudad dormía.
Adentro, Alma contaba grietas en el techo.
La verdad era que dormía sola desde hacía años. No solo porque la habitación estuviera vacía, sino porque los sueños la hacían compartir cama con todos los que ya no estaban.
Ahí estaban, noche tras noche. Los que se fueron sin avisar. Los que no pudieron quedarse.
Su madre, con los ojos que ya no recordaba del todo.
Su ex, con esa voz hueca de quien dice "te amo" cuando ya no significa nada.
Una compañera del colegio que no alcanzó a terminar su última carta.
Y a veces, incluso ella misma. En versiones más jóvenes, más felices. Más ingenuas.
Dormir era volver a verlos.
Volver a oírlos.
Volver a no poder tocarlos.
Entonces se quedaba despierta. Porque, ¿quién quiere cruzar cada noche un cementerio con la mente desnuda?
Le habían dicho que era ansiedad. Trauma. Trastorno del sueño.
Pero nadie entendía que lo que ella tenía era una especie de memoria que solo funcionaba cuando cerraba los ojos.
Una memoria que se volvía carne en los sueños.
Esa noche, el insomnio se sintió distinto.
No más intenso, pero sí más... resignado.
Como si el sueño estuviera al acecho, esperando el menor descuido para tomarla.
Alma lo sabía. Era cuestión de segundos.
Se acurrucó en el sillón del cuarto, una taza de té frío a medio terminar sobre la mesa, y el libro que no logró empezar en las manos.
Se le cerraron los ojos sin darse cuenta.
Y aunque su cuerpo aún estaba ahí, la mente ya había empezado a moverse hacia ese otro lugar.
Ese donde las puertas no suenan pero se abren solas.
Donde los relojes no marcan la hora, pero uno siente que llega tarde.
Donde los muertos no descansan... solo esperan.