Alma despertó con el corazón encogido y la espalda sudada. La ventana abierta dejaba colarse la brisa tibia de las tres de la madrugada, esa hora ingrata donde nadie sueña en paz y los relojes parecen cómplices del desvelo. Se quedó mirando el techo como si esperara que algo se moviera allá arriba. O que alguien le respondiera.
No recordaba el sueño, pero sabía que había estado con alguien. Lo sentía en los brazos, como si hubiese abrazado a un cuerpo ya frío, y en el pecho, como si una conversación inconclusa todavía la apretara desde dentro.
Se sentó al borde de la cama. Las manos le temblaban un poco, y en la piel de los antebrazos quedaban rastros de ceniza, diminutas motas grises como polvo de un incendio viejo. Se las frotó con un gesto automático, sin preguntarse de dónde venían. Ya no preguntaba mucho. Había aprendido que el insomnio no solo te roba el sueño, sino también las ganas de encontrar explicaciones.
En la cocina, el hervor del café fue el único sonido que rompió la quietud. Prepararlo era casi un acto litúrgico. No por la cafeína, sino por la compañía. Cuando el líquido oscuro empezó a gotear, Alma cerró los ojos. En su memoria, la silueta de un hombre se dibujaba a medias. No era rostro lo que recordaba, sino una voz. Suave, como esas frases que se pronuncian entre sueños y se pierden antes de entenderlas.
-¿Volverías, si supieras que esta vez no tendrías que irte?
No sabía quién lo había dicho. Quizá había sido ella misma. Quizá era la pregunta que todos los muertos le dejaban como despedida.
Al tomar la taza caliente entre las manos, Alma no sintió alivio. Sintió un eco. Como si otra persona también estuviera tomando café en otra parte del sueño, en otro rincón del tiempo. Alguien que no descansaba. Alguien que, igual que ella, ya no esperaba nada.
Pero esa noche hubo algo distinto. En la mesita, al lado del cuaderno donde a veces escribía frases sueltas, había una nota. No suya. La letra era firme, redonda. Decía:
"No todos los sueños son tuyos. Algunos te usan para volver."
La taza tembló un segundo en sus manos. Lo justo para derramar una gota que dejó marca en la madera.
Entonces lo supo: había cruzado una línea.
Y ya no estaba sola en sus noches.