El Insomnio De Los Que Ya No Esperan

Capitulo 3: "Lo que no supimos dejar ir"

Esa noche, Alma dejó la luz encendida.

No por miedo. Sino por curiosidad.
Por primera vez, no quería huir del sueño, sino encontrarlo.

Se recostó sin pastillas, sin rituales, sin café de madrugada. Cerró los ojos como quien cruza una puerta sin saber si volverá. Y apenas el silencio empezó a acariciarle los párpados, se encontró ahí: en esa especie de ciudad hecha de cosas que nadie quiso guardar.

Calles sin nombres. Bancas rotas. Fachadas que no daban a ningún hogar.
Y él. El mismo hombre del sueño anterior.
Esta vez, de espaldas. Esperando.

-¿Otra vez vos? -preguntó Alma.

Él no respondió. Parecía mirar el reflejo de una lámpara sobre un charco. Pero el agua no era agua. Era sombra líquida. Como si todo lo que se había callado en vida se hubiese derretido ahí.

-No recordás quién soy -dijo él, sin volverse.

Alma sintió una punzada. No en la cabeza, sino más abajo. En ese lugar del pecho donde uno guarda las cosas que duelen bonito.

-No -susurró-. Pero me duele olvidarte.

El hombre se giró. Su rostro seguía borroso, pero sus ojos no.
Eran de un gris profundo, como el cielo justo antes de la tormenta. O después.
Y Alma supo que no lo estaba soñando. No como se sueñan los árboles o las pesadillas.
Lo estaba sintiendo. Como se siente un recuerdo que no es propio, pero igual pesa.

-Estoy aquí porque no me despedí -dijo él.

Ella tragó saliva. Todo era demasiado claro para ser un sueño, pero demasiado imposible para ser verdad.

-¿De mí?

Él negó con la cabeza.

-De nadie.

Y entonces, la frase que había leído en la nota la noche anterior se encendió dentro de ella:
"No todos los sueños son tuyos. Algunos te usan para volver."

-¿Por qué yo?

El hombre sonrió, apenas.

-Porque vos sí escuchás.

Alma quiso preguntar más, pero la ciudad empezó a desvanecerse. Como un recuerdo mojado. Como una hoja quemándose desde las orillas. Y él, antes de desaparecer, alcanzó a decir algo más:

-Hay muchos como yo. Solo que no todos encuentran quién los escuche.

Cuando Alma despertó, el reloj marcaba las 5:12 a. m.
Sobre su cama, había una pluma gris. Real. Fría.

Y aunque nunca había tenido aves en casa, supo que no era casualidad.




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