Esa noche no hubo café, ni silencio, ni miedo.
Solo una sensación espesa, como de estar dentro de una niebla con sabor a recuerdo. Alma cerró los ojos —si es que los había abierto alguna vez— y cuando los volvió a abrir, estaba en una especie de estación vieja, desierta, con bancas de madera carcomida y una lámpara que titilaba como si dudara de su propia luz.
El reloj colgado marcaba las 3:17. No avanzaba. No retrocedía. Solo estaba.
Ella se sentó en la banca más lejana, como si de alguna manera supiera que no debía esperar a nadie.
Fue entonces cuando lo vio.
Un hombre de espaldas, con un abrigo largo y un sombrero negro. Caminaba despacio, como si estuviera midiendo cada paso con la exactitud de quien carga algo que no se ve. No era el demonio que había conocido antes. Tampoco era un muerto. Era… distinto. Como si la vida lo hubiera rozado justo antes de olvidarse de él.
—¿También estás esperando? —preguntó Alma.
El hombre no respondió. Siguió caminando hasta detenerse frente al andén, como si esperara un tren que jamás llegaría.
—No hay trenes a esta hora —insistió Alma, con una voz que no sabía que tenía—. Y aunque llegaran, ya nadie viaja tan tarde.
El hombre giró apenas el rostro. Su perfil era joven, pero en su sombra vivían siglos.
—No espero. Acompaño —dijo él finalmente—. Acompaño a los que no saben si se han ido del todo.
Alma tragó saliva, si es que aún tenía garganta.
—¿Y a mí… me estás acompañando?
El hombre alzó la vista. La miró con unos ojos tan tristes que no parecían doler, sino cansarse.
—Solo si vos querés. No hay nadie obligado a quedarse. Ni siquiera en el umbral.
Ella se quedó en silencio. El aire olía a papel viejo y lluvia que no caía.
—¿Qué sos entonces? ¿Un ángel, un muerto, una idea?
El hombre sonrió. Fue la sonrisa más sincera que había visto desde que cruzaba a ese lugar.
—Soy alguien que también quiso dormir sin soñar… y se quedó atrapado entre quienes aún sueñan con no despertar.
El reloj marcaba las 3:17.
Alma se levantó. Caminó hacia él. No por necesidad, sino por una extraña curiosidad que ya no nacía del miedo.
—Entonces, si no hay trenes, ¿por qué hay estación?
El hombre metió las manos en los bolsillos de su abrigo y murmuró, casi con ternura:
—Porque aún hay quienes necesitan despedirse antes de cruzar. Y a veces… solo necesitan alguien que los escuche callado.
Alma entendió entonces que ese lugar no era solo un reflejo de su insomnio. Era un vestíbulo. Un eco. Una pausa entre el latido y el silencio.
Y por primera vez desde que todo comenzó, se permitió llorar.
Pero no de tristeza.
Sino de alivio.