Esa noche, Alma soñó con una sala de espera. Blanca. Fría. Sin relojes. Las luces parpadeaban con un zumbido suave, casi como el aliento de alguien dormido. Había muchas sillas alineadas, una tras otra, todas vacías. Todas menos una.
En esa única silla, un niño con el cabello revuelto colgaba las piernas, como si esperara turno para algo que no entendía. Tenía una bolsa de canicas en la mano, y cada tanto, sacaba una, la giraba entre los dedos y la volvía a guardar. Cuando Alma se acercó, él la miró como si la conociera de antes.
-¿Por qué estás aquí? -preguntó ella, con la voz aún empapada del mundo real.
-Porque no me despedí -dijo él sin levantar la vista-. Me dolía mucho la cabeza, y después... ya no pude decir nada.
Alma se agachó a su altura. Había algo en sus ojos que dolía más que cualquier cosa: esa mezcla de inocencia y resignación que sólo los que han partido demasiado pronto llegan a cargar.
-¿Y tus papás?
-Ellos todavía creen que estoy dormido.
Se quedó en silencio. Alma también. A veces, el sueño era un eco triste, un recordatorio de los que no regresaban, de las palabras que nunca se dijeron. Ella pensó en su propia madre. En cómo la había encontrado sin voz, sin tiempo, sin una última frase.
-¿Y vos... querés volver? -preguntó ella.
El niño negó con la cabeza.
-No. Solo quiero que me dejen ir.
Y entonces entendió. No todos los sueños eran visitas. Algunos eran despedidas que nunca pudieron darse. El niño la miró por última vez, le tendió una de sus canicas -una azul, como el cielo que casi no llegó a conocer- y luego simplemente desapareció.
Las sillas quedaron vacías de nuevo.
Y Alma despertó con la certeza de que, mientras alguien no se despida, su alma sigue esperando en algún rincón del sueño.