Cada noche, la lucha era más corta.
Ya no pasaba horas caminando por la casa, buscando excusas para no cerrar los ojos. Ya no encendía las luces ni buscaba tareas inútiles para mantenerse ocupada. Ni siquiera necesitaba café. Algo dentro de ella empezaba a rendirse, no con cansancio… sino con curiosidad.
Porque había notado algo: hacía noches que no soñaba con los suyos.
Ni su madre. Ni su abuela. Ni aquella amiga que se fue antes de tiempo. Nadie con quien tuviera un vínculo directo. En su lugar, llegaban desconocidos con historias que no eran suyas, dolores que no entendía, palabras que no sabían pronunciar su nombre. Y eso, de alguna forma, la tranquilizaba.
Había miedo, sí, pero también un misterio que empezaba a tirar de ella como un hilo invisible. Como si algo la invitara no solo a mirar, sino a escuchar.
“¿Por qué a mí?”, se preguntaba, aunque ya no con angustia. Sino con una especie de asombro silencioso.
Esa noche no resistió. Se acostó sin pelear. Cerró los ojos como quien acepta una tregua.
El sueño llegó suave. Como si supiera que ya no tenía que forzarse a entrar.
Y esta vez, no había muertos.
Solo ella, sentada en una habitación blanca, frente a otra versión de sí misma. Más joven. Con los ojos llenos de preguntas que ya no se hacían daño.
—No es que ya no tengas miedo —le dijo su reflejo—. Es que ahora estás escuchando más allá del miedo.
—¿Y por qué no vienen los que amo?
—Porque no estás lista. Porque aún te dolería más que todos los otros muertos juntos.
Alma asintió, sin entender del todo.
—Entonces… ¿por qué estos?
—Porque ellos te distraen del dolor. Y también porque necesitan que alguien los escuche. Y vos… vos tenés un corazón que no se cierra, aunque estés rota.
La habitación se desvaneció. Despertó sin sobresalto. Por primera vez en años, sin sobresalto.
El amanecer no le pareció tan lejano como antes.