No estaba dormida. Lo sabía porque podía oír el ruido del refrigerador. El paso ocasional de un carro. El crujido de la madera bajo sus pies aunque no se moviera.
Pero su cuerpo no respondía.
Y sus pensamientos se desplazaban como si alguien más los empujara.
Estaba sentada en su sillón, con las luces apagadas, observando la ventana. Afuera no llovía, pero dentro de ella, algo caía. Una especie de llovizna mental que le humedecía la conciencia.
Entonces lo vio.
Primero como una sombra. Luego como una figura más definida. En la esquina de la habitación, junto a su estantería, alguien —o algo— parecía estar de pie. No amenazaba. No hablaba. Solo estaba.
Alma no se asustó. No tenía energía para eso.
—¿Qué hacés acá? —susurró sin moverse.
La figura no respondió. Pero algo cambió en el aire. Como si la temperatura se hubiera dado cuenta de que había un visitante. Como si la realidad se hubiera rasgado un poco y por ahí se colara lo que no debía estar despierto.
Cerró los ojos solo por un segundo. Al abrirlos, la figura ya no estaba. Pero su aroma, una mezcla de tierra húmeda y papel viejo, seguía flotando en el cuarto.
Eso era lo peor de la vigilia:
No podías confiar en tus ojos, pero tampoco en tus recuerdos.
A veces escuchaba voces detrás de las paredes. O una risa corta detrás de su cabeza.
Una noche creyó haber visto a su madre sirviéndose té en la cocina.
Otra, sintió que alguien le acariciaba la espalda justo antes de que el sol saliera.
No eran sueños. No lo sentía así.
Era como si el umbral entre los mundos se estuviera debilitando.
Como si la falta de sueño no la estuviera matando… sino transformando en algo más receptivo.
Como si quedarse despierta también fuera una forma de cruzar al otro lado.
Respiró hondo.
Se levantó del sillón.
Cada paso que daba se sentía como si caminara entre capas de niebla.
No estaba segura de si realmente estaba sola.
Pero tampoco quería comprobarlo.