Esa noche el sueño tardó en llegar, pero cuando llegó, no trajo sombras desconocidas.
Trajo un nombre.
Uno que Alma no había dicho en voz alta en años.
Uno que se le había quedado en la garganta como una espina dulce:
Julio.
Estaban sentados en una banca de madera, como en aquellos días de colegio donde él la esperaba para caminar a casa. Él lucía igual. Con esa sonrisa tímida, las manos torpes, los ojos que nunca aprendieron a sostener la mirada demasiado tiempo.
—Hola, Alma —dijo él, como si nunca se hubiera ido.
Ella no supo si reír o llorar.
—¿Qué hacés acá? —preguntó—. ¿Estás…?
—Sí. Pero no importa. No vine para hablar de eso.
Alma asintió. El corazón le temblaba como si tuviera diecisiete otra vez.
—Pensé que no te volvería a ver. Ni en sueños.
—Es que antes no estabas lista —respondió él—. Me tenías guardado donde duelen las cosas que no se terminan.
Ella bajó la mirada.
Recordó la forma en que Julio se fue de su vida: sin drama, sin despedida, sin una última conversación. Un accidente absurdo. Un mensaje sin responder. Un funeral al que no llegó.
—Te fuiste de golpe —susurró—. No tuve tiempo de odiarte por irte.
—Lo sé. Pero no vine a pedir perdón. Solo quería decirte gracias.
Alma lo miró, incrédula.
—¿Gracias?
—Sí. Porque me guardaste en un lugar donde todavía hay luz. Aunque duela, me conservaste humano.
Ella no supo qué decir. El silencio entre ambos era suave. Como si finalmente, después de tantos años, el adiós pudiera pronunciarse sin quebrarse.
Julio se levantó. Dio un paso hacia atrás. Y con esa sonrisa rota que lo hacía tan suyo, dijo:
—Ya podés soltarme, Alma. Hay otros que te necesitan más ahora.
Y desapareció.
Al despertar, Alma tenía los ojos húmedos. Pero no lloraba por tristeza.
Era una especie de alivio. Como si una parte de su pecho se hubiera desocupado sin violencia.
Esa mañana, al escribir su lista de cosas por hacer, pensó en agregar algo al final:
“Recordarlo sin dolor.”
Pero no lo escribió.
Porque ya lo estaba haciendo.