Esa tarde Alma pensó en su madre más de lo habitual.
La imagen le vino mientras lavaba una taza. Esa taza, la blanca con borde azul, era la que su mamá usaba siempre, incluso cuando estaba sola. “Me gusta porque no pesa”, decía. Alma nunca entendió del todo esa frase, pero ahora pensaba que tal vez hablaba de otra cosa.
Se sentó con el cuaderno en las piernas y escribió en la primera línea:
“Mamá,”
Nada más.
La palabra era tan grande que el resto del espacio le pareció imposible de llenar.
Respiró hondo. Pensó en lo que diría. En cómo empezar. En qué tipo de cosas necesita decirle una hija que ha dormido tantas veces sin respuestas.
Pero ninguna palabra parecía suficiente.
Tachó. Volvió a escribir. Se quedó mirando el papel durante casi una hora.
No pudo escribirle.
No porque no la extrañara.
Sino porque la herida seguía abierta, y escribir era tocarla con las manos desnudas.
Esa noche, el sueño la arrastró sin resistencia. Como si el cuerpo entendiera que era momento.
Y entonces, la vio.
No como un recuerdo, ni como una aparición.
La vio parada en la cocina, preparando café. Con esa calma suya que volvía el mundo más lento. Con su vestido beige y su trenza deshecha.
No habló.
Solo la miró.
Alma quiso correr hacia ella, abrazarla, decirle todo lo que no pudo poner en la carta.
Pero sus piernas no se movieron.
Era ella.
Y no era ella.
Era el eco. El final suave de una canción que no terminó.
Su madre la miró con ternura. Con esa forma de amor que no necesita palabras.
Y entonces, como quien cierra una puerta sin hacer ruido, desapareció.
Al despertar, el cuaderno seguía abierto en sus piernas.
La palabra “Mamá,” brillaba sola en la página, como si supiera que ya no hacía falta nada más.