Alma ya no luchaba por dormir.
Tampoco contaba las horas.
Ni buscaba explicaciones.
Ni se preguntaba si lo que veía era real o si solo era un mecanismo de su mente para no quebrarse.
Simplemente… aceptaba.
Cada noche, cerraba los ojos y dejaba que el mundo la encontrara.
A veces eran rostros nuevos. A veces, silencios.
Otras, solo un paisaje en ruinas donde alguien aguardaba con una historia entre los labios.
Ella escuchaba. A veces hablaba.
A veces, solo acompañaba.
Ya no necesitaba comprender.
Porque había descubierto que no todo lo roto se arregla.
Pero sí puede abrazarse.
Durante el día, caminaba despacio. Tomaba café en su taza blanca con borde azul. Escribía cosas sueltas en un cuaderno: frases, colores, preguntas sin respuesta. Veía a la gente pasar. Pensaba en Julio. En su madre. En sí misma.
Y en lo profundo, algo se había transformado.
El insomnio ya no era castigo. Era umbral.
Un lugar que existe entre la vida y lo que sigue.
Una grieta por donde el amor —incluso el perdido— encuentra su camino de regreso.
Esa noche no soñó con nadie.
No hubo visitas.
Ni despedidas.
Ni voces al otro lado de la pared.
Solo un silencio suave.
Un descanso hondo.
Y una certeza que no cabía en palabras:
Ya no esperaba a nadie.
Pero tampoco estaba sola.
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FIN
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