El taxista frenó bruscamente frente al rascacielos de cristal donde lucía el logotipo de *Vanguard Media*. Lucía Montero apretó su portafolio contra el pecho, como si eso pudiera calmar los latidos desbocados de su corazón.
-¡No me lo creo! Valeria, te voy a matar.-
Su mejor amiga le había asegurado que la "empresa familiar" donde trabajaría era un modesto estudio creativo. No la megaagencia publicitaria más prestigiosa de Barcelona. Y mucho menos "esa" empresa.
El ascensor la depositó en el piso 21. Al salir, una recepcionista con gafas de montura dorada la interceptó:
—¿Señorita Montero? El señor Rojas la espera en su despacho.
Al abrir la puerta del despacho, el aire se le atascó en los pulmones. Tras el escritorio de mármol, con los pies apoyados sobre él y un contrato en las manos, estaba Damián Rojas. El hombre que había conocido —y desdeñado— en la fiesta de Navidad de la familia Valdés.
—Ah. Tú —dijo él, arqueando una ceja perfectamente delineada—. Mi hermana insistió en que eras "perfecta para el puesto". Aunque dudo que se refiriera a tus habilidades profesionales.
Lucía sintió que llamas le subían por el cuello. Damián llevaba un traje negro que acentuaba sus hombros anchos y una corbata roja desanudada. Su pelo castaño oscuro, ligeramente ondulado, caía sobre la frente como si acabara de salir de la ducha. O de la cama de alguien.
—Si su hermana omitió que yo era la candidata, supongo que también omitió que usted es un imbécil —respondió, cruzando los brazos.
Damián soltó una carcajada seca y se levantó. Con cada paso que lo acercaba, Lucía notaba detalles que odiaba admirar: las venas marcadas en sus manos, la sombra de barba que delineaba su mandíbula, ese aroma a bergamota y tabaco.
—Mira, Montero —dijo, deteniéndose a solo un palmo de distancia—. Firmarás este contrato de prácticas por un año. Cumplirás con todo lo que yo exija. Y si sobrevives, quizá te recomiende en otra empresa. ¿Queda claro?
—Cristalino —Lucía arrebató el contrato de sus manos, rozando sus dedos deliberadamente—. Pero una cosa, jefecito: no pienso ser su esclava.
—Ya lo eres —sonrió, mostrando unos dientes demasiado perfectos—. Desde el momento en que cruzaste esa puerta.
Lucía pasó el resto del día en un cubículo minúsculo junto a la cocina, revisando archivos que olían a café rancio. Cada media hora, la voz de Damián retumbaba por los altavoces:
—¡Montero! ¡Mi café!
—¡Montero! ¡Estos informes están mal!
—¡Montero! ¡La reunión con los italianos es en cinco minutos!
A la sexta llamada, Adrián —un diseñador de sonrisa fácil— se acercó con un croissant.
—No lo tomes personal. Rojas solo trata así a la gente que le importa.
—¿Y eso cómo se come? —preguntó Lucía, mordiendo el pan con rabia.
—Pregúntale a su ex-asistente. La que ahora está en la cárcel por robarle.
Lucía tosió. —¿Es una broma?
Adrián negó con la cabeza. —Damián la acusó de filtrar campañas a la competencia. Dicen que la destruyó con solo una llamada.
Al caer la noche, cuando el edificio ya estaba vacío, Lucía llamó a Valeria desde el baño.
—¡Me tendiste una trampa! —susurró furiosa—. ¿Por qué no me dijiste que tu hermano era el Dueño de Vanguard?
—Porque no habrías aceptado —respondió Valeria, demasiado tranquila—. Pero necesitabas este trabajo. Y él... necesita alguien como tú.
—¿Como yo? ¿Una masoquista?
—Alguien que no le tema.
El sonido de pasos la hizo colgar. Al salir, chocó contra un torso duro. Damián la sostuvo por los codos antes de que cayera.
—Trabajando horas extras el primer día —murmuró, sin soltarla—. O eres muy dedicada o muy tonta.
—Usted eligió contratarme —recordó Lucía, notando cómo sus pulgares se movían casi imperceptiblemente sobre su piel.
Damián la estudió con esa mirada que parecía verlo todo: su blusa arrugada, sus zapatos bajos (había aprendido rápido), el tic nervioso en su párpado izquierdo.
—Mañana a las 8:30. No quiero esperarte —dijo por fin, soltándola bruscamente.