El resto del día transcurrió en una niebla de rabia y confusión. Cada vez que Lucía cerraba los ojos, veía la mirada devastada de Damián justo antes de que el muro volviera a levantarse. "Error". La palabra le resonaba en los oídos, pero ahora mezclada con su susurro ronco.
Concentrarse en los informes de Luxury Cosmetics era una tarea casi imposible. Cada cifra, cada gráfico, le recordaba sus manos recorriéndole la espalda en las noches de su apartamento. La memoria de su piel era un fantasma que la acechaba entre las filas de datos de Excel.
—Parece que el ogro te ha puesto en la picota —comentó Adrián, dejando un vaso de agua en su escritorio—. ¿Estás bien? Tienes una mirada que podría fundir el acero.
—Estoy perfectamente —mintió Lucía, apretando el mouse con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. Solo estoy... concentrada.
—Concentrada en asesinarlo con la mente, más bien —rio él—. Cuidado, que por esos pasillos merodea el peligro.
—¿Otro más de tus chismes?
—Peor. La araña rubia.
Lucía arqueó una ceja, pero antes de que pudiera preguntar, una presencia en la entrada de la oficina acalló todos los murmullos.
Una mujer. Alta, esbelta, con un vestido blanco que se ceñía a su cuerpo como un guante y tacones que repiqueteaban con una confianza que hacía temblar el suelo. Su cabello rubio platino caía en ondas perfectas sobre sus hombros, y sus ojos azules, fríos y calculadores, barrieron la sala hasta posarse, como un misil teledirigido, en la oficina de Damián.
—¿Quién es? —preguntó Lucía en un susurro, aunque ya sabía la respuesta.
—Elena Vance —respondió Adrián, inclinándose—. Hija del dueño de Vance Holdings, el mayor competidor de Rojas hasta que decidieron que una fusión era más lucrativa que la guerra. Y la futura Sra. Rojas, según los rumores.
Las palabras le dieron en el estómago como un puñetazo. Futura Sra. Rojas.
Elena no tocó la puerta. Abrió la de cristal de la oficina de Damián y entró como si el espacio le perteneciera. A través de las paredes transparentes, Lucía los vio. Elena se acercó al escritorio, rodeó con sus brazos el cuello de Damián desde atrás y posó su mejilla contra la suya, sus labios rozando su oído al hablar. Damián no la rechazó. No se apartó.
Lucía sintió una punzada de algo tan agrio y violento que le costó reconocerlo: celos.
—Parece que la fusión va viento en popa —murmuró Adrián, con una mueca de complicidad.
Minutos después, Elena salió de la oficina. Pero en lugar de dirigirse al ascensor, su rumbo cambió. Sus tacones comenzaron a clavar un ritmo decidido y ominoso que se dirigía, sin lugar a dudas, hacia el cubículo de Lucía.
El perfume la alcanzó primero. Una nube densa y dulzona de jazmín y azahar que inundó el espacio. Lucía alzó la vista, fingiendo una calma que no sentía.
Elena se detuvo frente a su escritorio, mirando el pequeño espacio con una mezcla de curiosidad y desdén, como si observara una especie peculiar en un zoológico.
—Tú debes ser la nueva asistente —dijo, y su voz era tan sedosa y afilada como una daga de terciopelo—. Lucía, ¿verdad? Damian me ha hablado de ti.
Lucía forzó una sonrisa profesional.
—Señorita Vance.Un placer. ¿En qué puedo ayudarla?
Elena sonrió, una exhibición perfecta y fría de dientes blancos.
—Oh,no es necesario. Solo quería echar un vistazo. Damian insiste en rodearse de... talento joven. Pero a veces se distrae con proyectos que no merecen su tiempo —dejó caer las palabras, mientras sus ojos recorrían el cuerpo de Lucía de arriba abajo, desnudando cada imperfección, cada arruga en su blusa, cada centímetro de su orgullo herido.
—Afortunadamente, el señor Rojas valora los resultados —respondió Lucía, manteniendo la voz firme—. Y yo suelo dárselos.
Los ojos de Elena se estrecharon levemente. La sonrisa no se inmutó, pero la temperatura alrededor de ellas descendió varios grados.
—Qué encantador.Confío en que sepas cuál es tu lugar. Damian tiene la costumbre de... entretenerse con lo que encuentra a mano. Pero siempre vuelve a donde pertenece. Los juegos se acaban, tarde o temprano.
"Los juegos se acaban". Era un eco casi idéntico de las palabras de Damián la noche que la abandonó. Lucía sintió que el suelo se movía bajo sus pies. ¿Le había contado él a esta mujer su relación? ¿O era solo la advertencia genérica de una mujer que protegía su territorio?
—No tengo interés en los juegos, señorita Vance. Solo en mi trabajo.
—Me alegra oírlo —Elena se inclinó entonces, apoyando sus manos con uñas impecables sobre el borde del escritorio, acercando su rostro al de Lucía. Su perfume se volvió asfixiante—. Porque sería una lástima que una carrera con tanto... potencial... se truncara por un malentendido. Damian es un hombre con grandes responsabilidades. Y yo me encargo personalmente de que nada, ni nadie, lo distraiga de ellas. ¿Queda claro?
Era una amenaza. Vestida de seda y sonrisas, pero una amenaza al fin.
Antes de que Lucía pudiera responder, la voz de Damián cortó el aire desde la puerta de su oficina.
—Elena.Vamos a llegar tarde.
Elena se enderezó de inmediato, su expresión transformándose en una dulzura artificial.
—Claro,cariño. Solo estaba conociendo a tu nueva empleada —dijo, lanzando una última mirada a Lucía—. Tiene... determinación. Eso es bueno para una pasante.
Y con un último repiqueteo de tacones, se unió a Damián, enlazando su brazo con el de él con una posesividad que hacía doler la vista. Damián no miró a Lucía. Sus ojos estaban fijos en Elena, pero su mandíbula estaba tensa, una línea dura y blanca bajo la piel.
Lucía los vio marcharse, la espalda ancha de él enfundada en el traje negro, el vestido blanco inmaculado de ella pegado a su costado. La imagen perfecta de un poder y un linaje que ella nunca tendría.
Cuando el ascensor se cerró tras ellos, el aire regresó a sus pulmones en un jadeo silencioso. Miró su escritorio, su taza de café barata, los informes interminables. Y entonces lo entendió.