La orden de Damián resonaba en sus oídos: "Olvida lo que hayas visto". Pero era imposible. Cada interacción, cada mirada esquiva, cada documento extraviado, formaba un rompecabezas siniestro. Lucía ya no era una simple pasante humillada; era una mujer con un misterio entre las manos y una rabia que la consumía.
Decidida a desentrañar la verdad, esperó a que la oficina estuviera vacía. La medianoche envolvía el rascacielos en un silencio opresivo. Sabía que acceder al sistema central de Damián era una locura, pero también recordó una conversación intrascendente de su pasado: su contraseña para todo lo no crítico era la fecha de la muerte de su perro de la infancia, "Thor_1209".
Con el corazón golpeándole el pecho, se deslizó en su oficina. La pantalla de su ordenador se encendió, arrojando una luz azulada sobre su rostro. Tecleó la contraseña. El sistema accedió.
Navegó entre carpetas de proyectos, informes financieros aburridos... hasta que encontró una carpeta oculta, etiquetada simplemente como "V". Al abrirla, le faltó el aliento.
No eran planes de marketing. Era una red de espionaje industrial a gran escala. Informes dirigidos a un destinatario cifrado: "Agencia Nacional de Inteligencia". Registros de transacciones de Vance Holdings que demostraban blanqueo de capitales a nivel internacional, tráfico de influencias y sobornos a funcionarios. Y, en el centro de la telaraña, un nombre: Alistair Vance, padre de Elena.
Pero lo más impactante estaba en los informes de progreso. Damián no era el heredero arrogante que creía. Llevaba cuatro años trabajando como agente encubierto para el gobierno, usando Vanguard Media como fachada para infiltrarse en el imperio criminal de los Vance. Su "compromiso" con Elena era una estratagema calculada para ganar acceso total. Cada desvío de fondos que ella había visto era una transferencia encubierta para financiar la investigación, explicada como "gastos operativos" internos para no levantar sospechas.
Él no la había abandonado por ambición. Lo había hecho para protegerla. Para mantenerla lejos de un juego donde un paso en falso significaba la ruina, o algo peor.
En ese momento, la puerta de la oficina se abrió de par en par.
Damián estaba allí, con el rostro pálido y los ojos inyectados en sangre. La vio frente a su pantalla, con la evidencia expuesta ante sus ojos.
—¿Qué has hecho? —su voz no era de ira, sino de terror puro.
—¿Cuatro años? —logró articular Lucía, levantándose y señalando la pantalla—. ¿Todo fue una mentira? ¿Nuestro pasado, Elena... todo fue parte de tu... misión?
Damián cerró la puerta y activó el bloqueo de sonido de la oficina. Su fachada de titán se desmoronó por completo, dejando al descubierto a un hombre agotado y atrapado.
—Tenían infiltrados en la policía, en el gobierno —explicó, con una voz ronca por la tensión—. Mi padre... antes de morir, descubrió lo que hacían los Vance. Se lo calló por lealtad, pero yo... yo no pudo. La ANI se acercó a mí. Vanguard era la fachada perfecta.
—¿Y yo? —la voz de Lucía tembló—. ¿Fui solo otra pieza en tu fachada? ¿Por qué no me lo dijiste?
—¡Porque te quería lejos de esto! —estalló él, golpeando el escritorio con el puño—. Alistair Vance es un psicópata. Si hubiera sospechado siquiera lo que significabas para mí, te habría utilizado contra mí o... te habría eliminado. Alejarte, hacerte creer que eras un "error"... fue lo más cruel y lo más protector que pude hacer.
Las lágrimas corrieron por las mejillas de Lucía. No eran de rabia, sino de un dolor abismal. Toda su verdad se reconstruía sobre cimientos de mentiras piadosas.
—Esa noche... —tragó saliva—. Cuando me dijiste que era un error...
—Fue el día que Alistair me interrogó directamente sobre mis "lealtades" —confesó Damián, hundiéndose en su silla—. Supe que no podía arriesgarme. Que tenía que sacarte de la ecuación.
Lucía lo miró, realmente lo miró. Las ojeras, el peso en sus hombros, la soledad absoluta que llevaba consigo como una segunda piel. No era un monstruo. Era un hombre que había sacrificado todo, incluido su amor, por una causa mayor.
Capítulo 6: El Agente Encubierto (Versión Alternativa)
—¿Y ahora? —preguntó Lucía en un susurro, sintiendo el peso de la verdad como una losa—. ¿Qué pasa ahora que lo sé?
Damián la miró, y toda la fatiga, los años de mentiras y el miedo constante se reflejaron en sus ojos. No había triunfo, solo una resignación helada.
—Ahora —dijo, su voz grave y cargada de una urgencia feroz— tienes dos opciones, y solo dos. La primera, y la única inteligente, es que salgas de esta oficina y actúes como si nunca hubieras visto nada. Baja la cabeza, haz tu trabajo y aléjate de mí, de Elena y de todo lo que huela a Vance Holdings. Mantente al margen.
Lucía sintió que la rechazaba de nuevo, empujándola a un rincón de ignorancia forzosa. —¿Y la segunda?
—La segunda —espetó él, levantándose y clavándole una mirada que era a la vez una advertencia y una súplica— es que recojas tus cosas ahora mismo y desaparezcas. Que te vayas de Barcelona y no mires atrás. Porque si te quedas, si insistes en husmear en esto... —Hizo una pausa, buscando las palabras más duras que pudieran protegerla— no podré garantizar tu seguridad. Y si algo te pasara por mi culpa... —No terminó la frase, pero el tormento en su rostro lo decía todo.
—Estás intentando asustarme para que me vaya —acusó ella, aunque sin convicción. Podía ver el pánico auténtico tras su dureza.
—¡Sí! —reconoció él, sin avergonzarse—. ¡Porque tengo miedo, Lucía! Miedo de lo que son capaces. Y prefiero verte lejos y viva, que cerca y convertida en otra pieza que ellos pueden romper para llegar a mí. Así que elige. ¿Te mantienes al margen, o te vas?
La confrontación la dejó sin aliento. No era una invitación a ayudar; era un ultimátum para sobrevivir. Y en sus ojos, comprendió que era la única forma de amor que él se atrevía a ofrecerle en medio de la guerra silenciosa que libraba.