El insoportable de mi jefe

El frío después del fuego

El eco del beso aún ardía en sus labios, un testimonio silencioso de la verdad que acababan de confesar sin palabras. Pero la rendición en los ojos de Damián duró apenas un latido. Lucía vio el cambio en tiempo real: la vulnerabilidad fue barrida por una oleada de pánico, y luego, por una frialdad calculada.

Él la apartó con brusquedad, como si su contacto le quemara.
—¿En qué demonios estabas pensando?—su voz era áspera, pero ella no se dejó engañar; era la aspereza del miedo, no del enfado.

Lucía, respirando aún con dificultad, se obligó a adoptar una expresión de indiferencia. Se ajustó la blusa con un gesto que pretendía ser de fastidio, no de nerviosismo.
—Relájate,Rojas. Solo era una duda —se encogió de hombros, fingiendo una ligereza que estaba a kilómetros de sentir—. Después de cuatro años, tenía curiosidad. Quería saber si todo aquello había sido real o solo otra de tus actuaciones. Ya tengo mi respuesta.

Mintió. La respuesta que había obtenido era un océano de sentimientos encontrados, no la simple confirmación que pretendía. Pero no le daría el gusto de saberlo.

Damián la miró con incredulidad, su mandíbula apretada. Parecía querer decir algo más, pero se contuvo. Enderezó su postura, recomponiendo la armadura del ejecutivo imperturbable.
—Pues ya la tienes.Fue un error. Como el primero. No vuelva a pasar —declaró, girándose hacia la ventana, despidiéndola sin mirarla—. Váyase a casa, Montero.

Lucía salió de la oficina con la cabeza alta, pero por dentro temblaba. Sabía que él también mentía. La intensidad de su beso, el modo desesperado en que la había sujetado... no era la reacción de alguien que no sentía nada. Era el pánico de un hombre que sentía demasiado y tenía demasiado que perder.

---

La mañana siguiente fue una tortura meticulosa. Lucía intentaba concentrarse en su pantalla cuando el familiar repiqueteo de tacones anunció la llegada de Elena Vance. Iba radiante, con un vestido color coral que gritaba su dinero y su posición.

Y entonces, Damián salió de su oficina.

—Cariño —dijo con una voz que Lucía no le había oído en años, dulce y cálida, dirigida a Elena.

Se acercó a ella, le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacia sí. Le dio un beso suave en los labios, un beso que era todo lo opuesto al beso feroz y devorador que habían compartido la noche anterior. Era un beso de posesión, de escenificación.

—¿Todo listo para el almuerzo con mi padre? —preguntó Elena, acariciando la solapa de su traje con una sonrisa triunfante.

—Por supuesto —respondió Damián, y su mirada, por encima del hombro rubio de Elena, se encontró con la de Lucía.

No fue una mirada de desafío. Fue más fría, más calculadora. Un recordatorio silencioso. "Esto es lo que soy ahora. Esto es a lo que pertenezco. Lo nuestro fue un error."

Lucía aguantó la mirada, permitiendo que la escena se le clavara en el alma. Luego, bajó la vista hacia su teclado y comenzó a teclear con determinación, una sonrisa fría y desafiante dibujándose en sus labios. Que intentara herirla. Que intentara alejarla con su farsa.

Pero ahora lo sabía. Lo sabía en cada fibra de su ser, en el recuerdo imborrable de sus labios devorándola. Su arrogancia era una mentira. Su frialdad, un escudo. Y el beso de anoche... el beso había sido la única verdad en medio de un océano de engaños.

Y esa verdad, por dolorosa que fuera, la hacía más fuerte. Él podía interpretar su papel de prometido enamorado todo lo que quisiera. Pero ella ya había visto detrás del telón. Y lo que había visto, a pesar de todo el dolor y la confusión, la dejaba con una peligrosa y esperanzadora certeza: Damián Rojas todavía era suyo. Solo que aún no se atrevía a admitirlo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.