El insoportable de mi jefe

Juego de Posesión

La escena de Damián y Elena, tan perfecta y falsa, se le había grabado a fuego en la retina. Lucía pasó la noche dando vueltas en la cama, la rabia y una punzada de celos retorciéndose en su estómago. Si él quería jugar su juego de apariencias, ella podía jugar el suyo. Y tenía la pieza perfecta.

A la mañana siguiente, se vistió con una falda ceñida y una blusa de seda que sabía que realzaba sus curvas. Su objetivo: Javier Márquez, el atractivo y amable abogado de la empresa que le había mostrado interés desde el primer día.

Esperó el momento adecuado, cuando Javier se acercó a la máquina de café cerca de su cubículo.

—Javier, ¡hola! —lo saludó con una sonrisa brillante, inclinándose ligeramente sobre la máquina para que él tuviera una vista clara de su escote—. ¿Tienes un minuto? Tengo una duda sobre la cláusula de confidencialidad del contrato de Luxury Cosmetics.

Javier, sorprendido y claramente complacido por la atención, se acercó de inmediato.
—Por supuesto,Lucía. Para ti, todo el tiempo del mundo.

Ella le hizo una pregunta trivial, riendo con demasiada dulzura ante su respuesta, fingiendo un interés que no sentía. Desde el rabillo del ojo, vio la puerta de la oficina de Damián abrirse de una patada.

Él estaba allí, inmóvil. Su mirada, como un láser, los atravesó a ambos. La tensión fue instantánea. Javier, sintiendo el cambio en la atmósfera, se puso nervioso.

—Eh, tal vez mejor lo hablamos luego, Lucía —murmuró, retrocediendo.

—¡Márquez! —la voz de Damián cortó el aire como un látigo—. ¿No tienes los papeles de la fusión para revisar? Ahora.

Javier asintió con rapidez y casi huyó del lugar. Damián no se movió. Su respiración era visible, el pecho se inflaba y desinflaba con una furia contenida. Con un gesto brusco, señaló su oficina.

—Tú. Dentro. Ahora.

Lucía entró con una calma fingida, pero su corazón martilleaba contra sus costillas. Él cerró la puerta de un golpe y activó el bloqueo de sonido.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —rugió, avanzando hacia ella.

—Solo ser amable con un compañero de trabajo —respondió ella con falsa inocencia—. Algo que, por lo visto, a ti no se te da muy bien.

—No juegues con fuego, Lucía —advirtió, su voz un susurro peligroso—. Ese no es tu tipo de juego.

—¿Y tú cómo sabes cuál es mi tipo? —replicó, cruzando los brazos—. Tal vez me guste Javier. Es amable, educado... y sobre todo, sincero.

Una chispa de rabia pura iluminó los ojos de Damián. La agarró de los brazos y la empujó contra la pared.
—¿Sincero?—bufó, su aliento caliente en su rostro—. Te está usando, igual que todos. Pero no eres de ellos. Eres mía. Lo has sido desde el primer día en la fiesta de mi familia, y lo serás hasta el último aliento de cualquiera de los dos.

—¡No te pertenezco! —gritó ella, luchando por liberarse, aunque una parte de ella se estremecía ante sus palabras.

—¿No? —Una sonrisa fría y arrogante se dibujó en sus labios—. Entonces demuéstramelo. Di que no sientes nada cuando te toco.

Antes de que pudiera responder, su boca capturó la suya en un beso que no era de rendición, sino de conquista. No era el beso desesperado de la noche anterior; este era feroz, posesivo, destinado a marcar. Una de sus manos se enredó en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás, mientras la otra se deslizó por su costado, su muslo, acariciando y reclamando con una audacia que le hizo perder el aliento.

Lucía intentó resistir, empujar su pecho, pero su cuerpo traicionero respondió con la misma ferocidad. Un gemido ahogado escapó de su garganta mientras sus manos, en lugar de empujarlo, se aferraban a los hombros de su traje.

Él rompió el beso, jadeante, pero no la soltó. Sus labios se desplazaron a su cuello, mordisqueando la piel sensible justo debajo de la oreja.
—Dilo—exigió contra su piel, su voz ronca por el deseo y la rabia—. Dime que no sientes que cada centímetro de tu piel me pertenece.

Lucía, con el cuerpo en llamas y la mente nublada, encontró la fuerza para la última mentira.
—No...no siento nada —jadeó, pero su voz carecía de toda convicción.

Damián soltó una risa baja y triunfante.
—Mientes.Y yo soy el dueño de tus mentiras, igual que soy el dueño de tus suspiros.

La soltó bruscamente, como si despertara de un trance. Ambos respiraban con dificultad, el aire cargado de la electricidad de su confrontación.

—Ahora sal de aquí —ordenó, volviéndose hacia su escritío, su espalda una línea tensa de conflicto—. Y deja de jugar a un juego para el que no estás preparada.

Lucía salió, tambaleándose, con los labios hinchados y el cuello ardiente por el roce de su barba. No había ganado. Él había reafirmado su dominio de la manera más visceral posible. Pero al mirar su espalda rígida, supo que no era solo posesión. Era celos. Era rabia. Era el miedo de un hombre que, a pesar de todas sus mentiras y misiones, todavía ardía por ella tanto como ella por él. Y esa era una victoria en sí misma.




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