El insoportable de mi jefe

Dejarse llevar

El atrio principal de Vanguard Media se había transformado. Donde antes reinaban el silencio y el clic de los teclados, ahora resonaba el murmullo elegante de cientos de voces, la música de un quinteto de cuerda y el tintineo de copas de cristal. Banderas con el logo de la empresa colgaban del techo alto, y pantallas gigantes proyectaban imágenes del exitoso proyecto Luxury Cosmetics, cuyas ventas habían batido todos los récords. Era la fiesta de aniversario de Vanguard, un evento de gala para celebrar el triunfo. O eso creían todos.

Lucía, enfundada en un vestido negro sencillo pero cortado a la perfección que le había costado una pequeña fortuna, se sentía como un bicho raro en un jardín de orquídeas. Desde que Damián la había acorralado en el baño, una tensión eléctrica y no resuelta pendía entre ellos. Él había sido frío y distante, dándole órdenes por el intercomunicador como si nada hubiera pasado, pero sus miradas... sus miradas la desnudaban en cada pasillo, recordándole cada caricia, cada susurro.

Y ahora, allí estaba ella, con una copa de champán que no quería, viendo la farsa perfecta.

Damián, con un traje de smoking que parecía hecho a su medida por los mismos dioses, era el anfitrión perfecto. Su brazo envolvía la cintura de Elena Vance, quien lucía un vestido de gasa plateada que valía más que el coche de Lucía. Ella reía, una risa cristalina y vacía, y él sonreía, esa sonrisa pública, encantadora y completamente falsa que Lucía odiaba. Recorrían la sala, deteniéndose a hablar con hombres de rostros severos y trajes aún más caros que el de Damián. Lucía no lo sabía, no podía saberlo, pero aquellos no eran solo ejecutivos. Eran los "peces gordos" que Damián necesitaba identificar y grabar: socios clave de Alistair Vance en su imperio criminal, que habían salido de las sombras confiados por el éxito legítimo de Vanguard.

Cada vez que veía a Damián inclinarse para susurrarle algo a Elena, cada vez que la mano de ella se posaba en su brazo con familiaridad, Lucía sentía una punzada de algo tan agrio y doloroso que le costaba respirar. La misión. Siempre la maldita misión. Pero, ¿tan difícil era? Porque lo veía sonreír, inclinarse, jugar el papel del prometido enamorado y ambicioso con una facilidad pasmosa. "Bastante la disfruta", pensó, amargamente. ¿Realmente era todo actuación? ¿O había una parte de él, el heredero acostumbrado al lujo y al poder, que se sentía cómodo en ese mundo, a su lado?

La copa de champán le supo a hiel. Se sentía invisible, un accesorio olvidado en la gran obra de teatro de Damián Rojas. El dolor y la rabia se solidificaron en una decisión temeraria. Si él podía disfrutar de su farsa, ella podría disfrutar de la suya.

Su mirada, buscando un distracción, se cruzó con la de un hombre apostado cerca de la barra. Alto, de pelo oscuro y sonrisa fácil, con un aire de confianza que no era arrogante como la de Damián, sino despreocupada. La había estado mirando. No con la intensidad devoradora de Damián, sino con una admiración clara y directa. Lucía le sostuvo la mirada un segundo más de lo necesario y luego, desviando la vista, se acercó a la pista de baño que comenzaba a llenarse.

No tardó en sentir una presencia a su lado.
—Parece que estás más perdida que un pulpo en un garaje—dijo una voz amable. Era el hombre de la sonrisa fácil.
—Solo un poco abrumada por tanta...perfección —respondió Lucía, forzando una sonrisa.

Él se presentó como Leo, un consultor de lujo invitado por uno de los socios. Era encantador, divertido, y no hablaba de fusiones ni de estrategias de mercado. Bailaron. Primero una canción, luego otra. Lucía se dejó llevar por el ritmo, por la atención no complicada de Leo, por la necesidad desesperada de demostrarse a sí misma que podía sentirse viva, deseada, sin la sombra aplastante de Damián.

Reía, una risa genuina que le salió del estómago por primera vez en semanas, cuando Leo la giró y, por un instante, su mirada se clavó en la de Damián.

Él estaba al otro lado de la sala, aún con Elena pegada a su costado, pero ya no estaba sonriendo. Su rostro era una máscara de piedra pulida, pero sus ojos... sus ojos verdes brillaban con una furia glacial que atravesó el bullicio y la distancia, golpeándola con la fuerza de un puño. Elena seguía hablando, pero él ya no la escuchaba. Su atención completa, feroz y posesiva, estaba puesta en Lucía, en la mano de Leo en su cintura, en su sonrisa.

Lucía, electrizada por ese contacto visual, desafió su mirada con la suya. "¿Ves? No te necesito. Puedo ser feliz sin tu drama, sin tus mentiras". Y volvió a reír, más fuerte, más falsamente, inclinándose un poco más hacia Leo.

La fiesta comenzó a decaer. Los invitados importantes, los hombres de rostros severos, se despedían con apretones de manos significativos. La misión de Damián, lo que Lucía ignoraba, estaba llegando a su fin por esa noche. Y entonces, vio lo que más le dolió. Damián y Elena, después de un breve intercambio de palabras, se dirigieron hacia los ascensores privados. Él le tendió la mano, ella se la tomó, y desaparecieron juntos. Subiendo. A su despacho, a la suite del piso 22... ¿A dónde?

La puñalada fue física. Todo su ardoroso baile, su desafío, se desvaneció. "Bastante la disfruta", resonó de nuevo en su mente, ahora con un tono de amarga certeza. Se sintió estúpida, utilizada, un juguete temporal en una guerra que no entendía.

Entonces decidió dejarse llevar. Iba a pasarla bien, a sacar un clavo con otro clavo. Si Damián estaba en ese momento en algún lugar cómodo con Elena, ella también merecía su distracción.

—Oye, esta fiesta se está muriendo —dijo Leo, acercándose, su voz un poco más baja, más íntima—. Conozco un lugar mucho mejor, más privado. ¿Te apetece seguir la noche?

Tomó su abrigo y se dirigió con Leo hacia la salida principal, su corazón un peso de plomo en el pecho. Justo antes de cruzar las grandes puertas de cristal, Leo se detuvo y, mirándola a los ojos, se inclinó para besarla. Lucía lo permitió, cerrando los ojos e imaginando que en ese mismo instante, Damián estaría haciendo lo mismo con Elena en algún lugar de ese edificio. El beso de Leo era suave, experto, pero no le provocó más que un cosquilleo lejano, un eco apagado del fuego devastador que solo un hombre podía despertar en ella.




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