El insoportable de mi jefe

Eres solo mía

El Aston Martin negro se deslizó como un espectro por las calles adoquinadas del Barrio Gótico, deteniéndose finalmente frente a la puerta discreta que Lucía recordaba demasiado bien. El motor se apagó, sumiéndolos en un silencio solo roto por su respiración agitada.

—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó Lucía, sin mirarlo, sus palabras cargadas de una rabia que empezaba a ceder ante la confusión—. ¿No tenías suficiente con humillarme delante de medio Barcelona? ¿Ahora tienes que seguir con tu... tu secuestro?

Damián no respondió de inmediato. Salió del coche, dio la vuelta y abrió su puerta. Cuando ella se resistió a salir, se inclinó y la tomó en brazos con una facilidad exasperante, cerrando la puerta con el pie.

—¡Suéltame, Damián! ¡Ya basta! —exigió ella, golpeándole el pecho, pero su fuerza se estaba agotando, reemplazada por un temblor interno.

Él cruzó el umbral y la dejó en el suelo con brusquedad en el centro del amplio salón, donde solo la luz de la luna se filtraba por los altos ventanales, iluminando los perfiles familiares de los muebles, los estantes repletos de libros, el plano arquitectónico antiguo enmarcado en la pared. El santuario que una vez fue suyo.

—¿Crees que disfruté esta noche? —preguntó él de pronto, su voz áspera en la penumbra. No era una defensa, era una constatación.

—¡Pues lo disimulaste muy bien! —estalló ella, las lágrimas asomando finalmente—. Tan cómodo con tu prometida. ¿Qué hicisteis arriba, Damián? ¿Brindasteis por vuestra futura felicidad mientras yo...

Un flashback irrumpió en la mente de Damián, nítido y revelador:

La suite del piso 22. Elena, tambaleándose levemente, con una copa vacía en la mano. Él, manteniendo la distancia, con los ojos fríos y analíticos.
—Tu padre... parece muy cercano a los hombres de Milán —dijo él, su voz casual, mientras activaba discretamente la grabadora de su reloj—. Mustafá y el otro... ¿Kovac? Es curioso, no los conocía.
Elena rió, un sonido ebrio y desinhibido.—Papá tiene amigos en todas partes. Esos dos... son sus "solucionadores". Arreglan cosas. Cosas que personas como tu preciosa asistente no podrían ni imaginar. —Se acercó, intentando enredar los brazos en su cuello—. Pero no hablemos de ellos. Esta noche es nuestra...
Él la sostuvo gentilmente pero con firmeza, evitando su beso.—Estás borracha, Elena. Vas a arruinarte el vestido. —La guió hacia el ascensor y llamó a su chofer con el interfono.—Lleva a la Srta. Vance a casa. Ya ha tenido suficiente diversion por esta noche.

La puerta del ascensor se cerró frente a la mirada desilusionada de Elena. Él se quedó solo, corriendo la corbata, sintiendo el asco como una capa pegajosa sobre la piel. La misión había sido un éxito. Tenía nombres. "Solucionadores". Pero solo una cosa ocupaba su mente, una imagen que lo envenenaba: Lucía, riendo, bailando con ese desconocido.

El flashback se desvaneció. Damián miró a Lucía, que lo observaba con furia y dolor.
—No hicimos nada—dijo, con una simpleza que sonaba a verdad absoluta—. Le hice un par de preguntas que no podía hacer en público. Ella, borracha como una cuba, me dio dos nombres clave. Luego la puse en el ascensor con su chofer y la mandé a casa.

Lucía lo miró, desconcertada. La certeza de su traición se resquebrajaba.
—Entonces...¿por qué...?
—¿Por qué fui a buscarte?—la interrumpió, y por primera vez esa noche, su voz perdió el control, cargándose de una emoción cruda y visceral—. Porque cuando bajé, lo único que quería era... esto.

Sin previo aviso, la atrajo hacia sí y capturó sus labios en un beso que no era de posesión, sino de necesidad desesperada. No fue suave. Fue un beso que sabía a rabia, a celos, a cuatro años de ausencia y a la amarga soledad de una mentira que lo consumía.

—Solo yo —murmuró contra su boca, sus manos recorriéndola con una mezcla de brutalidad y devoción—. Solo yo puedo hacer esto. Solo yo puedo tocarte así.

Sus manos no pedían permiso. Reclamaban. Una se enredó en su cabello, tirando suavemente para exponer más su cuello a sus labios, que descendieron por su piel, marcando, recordando. La otra mano se deslizó por la espalda del vestido, encontrando el cierre, deslizándolo lentamente mientras su boca seguía conquistando la suya. La tela negra cedió, resbalando sobre sus hombros hasta formar un charco a sus pies. El aire frío de la habitación chocó con su piel caliente, erizándole la piel, pero el calor de sus manos la recorrió como un fuego arrasador. Sus palmas planas se deslizaron por su cintura, sus caderas, sus muslos, redescubriendo cada curva, cada temblor que le arrancaba, cada jadeo que escapaba de sus labios. Era una caricia que era a la vez un castigo y una adoración, un recordatorio físico de una conexión que ni el tiempo ni la traición habían logrado romper.

Lucía, atrapada entre la fría pared y el cuerpo ardiente de él, ya no luchó. Sus propias manos se aferraron a sus hombros, sus uñas se clavaron en la tela del smoking, respondiendo a cada caricia con un gemido ahogado, a cada posesión con una entrega total. La rabia se transformó en una urgencia diferente, más profunda, más antigua.

Con movimientos urgentes pero no torpes, él se liberó de la chaqueta del smoking y desabrochó su camisa, sin apartar los labios de los suyos. La piel contra piel fue una descarga eléctrica. Lucía lo sintió, duro y real, contra su abdomen, y un nuevo tipo de temblor, de anticipación pura, la recorrió. Él la guió, sin romper el contacto, hacia el amplio sofá, donde la tumbó con una mezcla de rudeza y cuidado que la dejó sin aliento.

Allí, bajo la luz plateada de la luna, no hubo más palabras. Solo sus nombres, susurrados como plegarias o maldiciones. Sus manos se exploraron con una familiaridad redescubierta, un mapa de cicatrices y deseos que el tiempo no había borrado. Cuando él se posó entre sus piernas, mirándola a los ojos con una intensidad que le partió el alma, Lucía no vio al jefe, al agente encubierto, al titán. Vio al hombre que había amado. Y cuando por fin la penetró, con una lentitud agonizante que hacía que cada milímetro de su entrada fuera un territorio reconquistado, un sollozo entrecortado escapó de sus labios. No era de dolor, sino de una abrumadora sensación de pertenencia, de un hogar al que, contra toda lógica, había regresado.




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