El instrumento del diablo

El Instrumento del Diablo

“Yo lo maté”, repitió ella. No sabía, ni le importaba, cuántas veces se lo había dicho. Mantenía la mirada baja, fija y cristalina como ojos de vidrio, evitando mirar al detective sentado delante de ella en aquella blanca sala de interrogatorios, aunque se encontraba tan absorta en sus pensamientos que aquel oficial poco podía hacer para llamar su atención. “¿Por qué lo hiciste?”, preguntó nuevamente el agente. Pero ella ni siquiera hizo esfuerzo alguno en entender la pregunta y regresó a su mudo silencio.

La prensa encontró carne fresca para alimentar a su público. Los titulares hablaban de aquel joven asesinado la noche anterior, presuntamente, por su hermosa novia a quien fotografiaron saliendo esposada, pero el público no leía esa palabra intermedia; “presuntamente”. Solo apuntaban con el dedo juzgando a la acusada. Y quien podía culparlos de algo si ella misma había confesado el crimen varias veces. Los detectives a cargo de la investigación, un hombre, moreno y calvo, y una mujer alta y atractiva, pero de aspecto duro, escucharon su escueta y repetitiva confesión cuando necesitaban más que eso. Necesitaban detalles del hecho, pero no lograban conseguirlos por parte de ella.

Una vecina de aquel edificio llamó a la policía alertada por un sonoro disparo proveniente del departamento que tenía en frente. Claro que fue el primer llamado. Segundos después, tres llamados más de inquilinos de la misma locación alertaban a las autoridades sobre el disparo.

Cuando la policía llegó, inmediatamente bloquearon la entrada y otros accesos evitando el ingreso de curiosos y la salida de posibles sospechosos. Los dos oficiales que llegaron primero al edificio ya estaban subiendo al tercer piso con sus armas desenfundadas. Ojos curiosos los observaban desde sus puertas entreabiertas. Los agentes les pedían en voz alta y firme que se encerraran hasta nuevo aviso. Ya en el tercer piso, la vecina que llamó primero extendió su mano afuera de la puerta entreabierta señalándoles con el dedo hacia el departamento frontal. “Gracias señora, ahora métase adentro, por favor”, pidió gentilmente el policía a cargo mientras su compañero se acercaba a la puerta. Ambos se pusieron en los laterales y notaron que estaba abierta. El oficial a cargo empujó cauteloso la hoja de madera y miró al interior. No vio a nadie. “¡Es la policía!”, advirtió con rudeza. Entró primero apuntando el arma seguido por su compañero. Recorrió con la mirada los ambientes y sus muebles iluminados por luces pálidas hasta que llegaron al living. Y allí los encontraron.

“Yo lo maté”, volvió a repetir como un autómata. El detective a cargo, lejos de cansarse de escuchar la misma respuesta por horas, sospechaba que algo no estaba bien en ella ni en su respuesta. Pues no detectaba sentimiento alguno en sus palabras. Parecía decirlas soltando tensión desde su interior. Mientras que la prensa y el público ya la estaban condenando, aquel detective sintió, además de dudas, cierta compasión por aquella hermosa joven de cabellos rubios enrulados como cintas, y de enormes y rosadas mejillas, las cuales parecían de piedra en ese momento. El oficial se imaginó una compuerta sellada que solo se abría cada tanto para repetir lo mismo: “Yo lo maté”.

El cuerpo del joven se encontraba tendido en el suelo, su cabeza parecía un promontorio de cabellos negros rodeado por un lago de sangre oscura. Y ella se hallaba sentada a sus pies con el arma en su mano derecha. Su mirada, atravesando el suelo, perdida el infinito y su rostro petrificado la hacían parecer a un maniquí. El oficial se acercó muy lento y su compañero se puso a su lado. “Suelte el arma” ordenó, pero ella ni se inmutó. “¡Suelte el arma!”, exclamó mientras ambos apuntaban las suyas sobre ella. “¿Escuchó?”, preguntó su compañero, pero ella continuaba perdida en silencio. Se hallaba sentada en el frío piso con sus piernas cruzadas y sus brazos descansando en sus rodillas. Ese pesado silencio como respuesta empezó a poner nervioso a los agentes. “Por favor señorita”, pidió su compañero casi rogándole, “suelte esa pistola”. “Hágalo y no le haremos ningún daño”, continuó el oficial a cargo. Entonces simplemente dejó caer el arma.

El detective continuaba con sus preguntas, pero ella no lo escuchaba. Su atormentada mente divagaba buscando recuerdos, como oasis en el desierto de la desolación, que la ayudaran a escapar momentáneamente de esa horrible situación. Lo recordaba a él, o más bien lo dibujaba, lo ilustraba en su mente en sus mejores momentos. Siempre tan dulce y simpático. Siempre sonriéndola. No parecía en nada a los hombres que ella imaginaba gracias a su padre. Su feroz padre que, cada tanto, molía a patadas a su madre mientras ella se escondía debajo de algún mueble. Él, su amado, le enseñó que no todos los hombres eran iguales ni monstruos como su progenitor. Entonces recordó sus manos acariciando sus regordetas mejillas mientras iniciaba un maravilloso recorrido de besos desde su frente hacia el resto de su rostro, y de su cuerpo.

“Yo…” inició esta vez, pero calló, lo que sorprendió al detective, “lo amaba” dejó caer en un casi susurro. Y aquel policía investigador sonrió como sintiendo un confuso pero pequeño avance. Esa pequeña victoria se interrumpió cuando su teléfono móvil sonó. Lo tomó mientras se ponía de pie y atendió dándole la espalda. Ella continuó en su imperturbable postura escuchando la voz del oficial como un mero murmullo que retumbaba débilmente en las blancas paredes.

Su cálida y vigorosa mano se deslizó suavemente entre el colchón y su espalda hasta llegar a su cabeza. Sus dedos se abrieron enredándose en sus cabellos y la levantó despacio, como despegándola de la cama. Ella abrió sus ojos sorprendida y sintió que volaba hacia él. Su otro brazo, que usaba de sostén, también la rodeó abrazándola y apretándola contra su pecho. Ella abrió su boca y dejó que la devorase a besos. Ella lo abrazó como un cerrojo y se apretujó lo más que pudo deseando no separarse jamás de su ser.




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