El público, en general, se mostraba indignado, enojado. Las noticias, que tuvieron repercusión unos pocos días, mostraban a esa pobre anciana abandonada a su suerte en aquella terminal de autobuses de larga distancia.
Pero nada podría cambiar su pasado, y eso, el indignado público no lo sabía. Esa pobre viejecita muerta de frío, con hambre, sucia y defecada en sus ropas. ¿Qué clase de personas la abandonarían de esa forma? ¿Por qué nadie fue a buscarla?
Pero a la prensa, en general, poco le importa la verdad, solo le importaba el circo, el amarillismo, que no dura demasiado. Solo hasta la próxima noticia.
Pobre abuelita. Sucia, hedionda, con lágrimas secas en sus ojos, y agarrada a un irreconocible bolso. Pero él, quien dijo que si, no iría a buscarla. Le importaba un cuerno lo que le ocurriese.
Todo aquel que leía o veía o escuchaba dicha noticia, no podía más que indignarse. Enfurecerse o Insultar a algún desconocido. Y cambiar de canal, o leer la siguiente noticia. Porque, como a la mayoría, poco le importa saber la verdad.
¿Quién cambiaria la verdad por una cómoda cama o una buena taza de café caliente en pleno invierno?
El frío. ¿A quién le gusta el frío? ¿A quién le gusta andar desnudo en el frío? ¿O tener que bañarse con agua helada en pleno invierno?
¿Adónde va esta sociedad? ¿Adónde a parar este mundo? Vociferaba un hombre mayor, bien vestido, mientras daba vuelta aparatosamente la enorme hoja de su periódico y se dedicaba a tomar su café antes de que se le enfriase.
Aquel niño tampoco le gustaba bañarse con agua helada, ni andar desnudo en el frío, pero lo tuvo que hacer, incontables veces, durante su infancia.
El público miraba indignado aquel noticiero de TV, entre tantos otros, que exponía a aquella dulce y triste anciana, que parecía pegada al asiento, en un charco de orina.
Pero aquel hombre adulto que constataba, muy lejos de ese lugar, dicha noticia, ya no le importaba, ni siquiera le producía rencor. Pero no podía evitar recordar las veces que tuvo que correr desnudo, en el frio, como castigo por alguna travesura. Una pared escrita, una taza rota, o por mucho menos. O bañarse en una palangana de agua helada. Ese hombre aprendió a agradecer a Dios no haberse enfermado de niño de pulmonía o neumonía. Ese hombre sobrevivió a su infancia.
Los enfermeros y asistentes sociales se acercaron a la terminal a asistir a esa pobre anciana, que fue dejada a su suerte. ¿Qué clase de crueles parientes se olvidarían de los de tercera edad de esa forma?
Pero ella no la olvidaba. La joven, hermosa y de apariencia frágil, peleaba por salir adelante. Se había casado y tenía tres meses de embarazo. Sonreía tímida mientras levantaba los platos sucios de una mesa. Su panza comenzaba a crecer y los clientes lo notaban con ternura. Por suerte no advertían esa picaresca y rencorosa sonrisa que asomaba desde las sombras de su pasado.
El mayor de los tres, que creía haberse llevado la peor parte, tampoco la olvidaba. Aunque sí sentía cierta satisfacción por lo que leía en el diario. Ni siquiera le importaba que la gente lo supiera, o el que dirán. Él ya estaba curtido, y recordaba bien cómo y cuándo se endureció. Regaló el periódico a un obrero de la cuadra y siguió su andar vestido de elegante gabardina y portando un maletín de marca.
Los enfermeros se llevaron a esa pobre ancianita en una silla de ruedas. Qué vergüenza deberían sentir sus familiares. ¿Acaso no tiene hijos? Según el boleto del autobús que la trajo, ella no era de esa ciudad, o sea que alguien le pagó el viaje, la subió como un equipaje y la envió a cientos de kilómetros. Pero no había nadie allí para recogerla.
Ella, la menor, sonreía mientras escuchaba las noticias. Se sentía tan bien sabiendo que ya se encontraba muy lejos. Que ya no le molestaría más. No le importaba una mierda el murmullo de la gente en el restaurante. Su dulce cara angelical sonreía frágil dejando atrás años de calvario y encierro. Aun se despertaba con ataques de pánico y furia inyectada en su corazón.
El camarógrafo seguía a los tres enfermeros que empujaban la silla de ruedas. Y los tres tuvieron que esforzarse en levantar a la mujer y a la silla de rueda al interior de la ambulancia. En la cara de ellos podía notarse el esfuerzo para levantarla, o quizás, el desagrado que les producía el nauseabundo olor que tenían que soportar.
¿Hijos? ¿Madre? Aquellas palabras ajenas al público quedaron haciendo eco en su cabeza. ¿Qué sabían ellos? No lo habían visto correr desnudo en el frío del pleno invierno tapándose con las manos sus genitales. ¿Qué había hecho esa vez? Ya no recordaba. Quizás fue otra taza, pensaba. Tomó el último sorbo de café y dejó caer la taza al suelo para que se partiese en mil pedazos. ¿Y ahora? ¿Quién le impondría castigo alguno? Su esposa preguntó con un vozarrón, desde la habitación de ambos, qué había sido eso. “Nada, solo una taza”, respondió sereno. Sintió un pequeño hilo de bronca por la pregunta. ¿Quién era su esposa para preguntar eso? ¿Acaso le castigaría? ¿Acaso le obligaría a correr desnudo alrededor de la cuadra? ¿Qué sabía una princesa de papá, como ella, sobre todo lo que pasó de niño? ¡Esa maldita! ¡Basta!, gritó hacía sus adentros. Basta. Ella no era aquella horrenda mujer de quien todos se compadecían a través de la cadena nacional de noticias. Ella era… no, ella es, su esposa. Y tienen tres hermosas niñas que les habían regalado cada hermosa mañana de su nueva vida. “¡Hermosa! ¡Te amo!”, le gritó a su amada. “¿Qué?”, preguntó ella sin haber entendido lo que dijo. “¡Nada! ¡Mañana iremos a comprar más tazas!” respondió sin más.