El invierno del demonio

Capítulo 2

El fuego se negaba a morir. Incluso después de que el conjuro se rompiera y las sombras devoraran la habitación, una llama negra seguía ardiendo en el centro del círculo, latiendo como un corazón antiguo. Su luz vacilante acariciaba las paredes y dibujaba en ellas el contorno de los dos cuerpos enfrentados.

Ira respiraba con dificultad. El aire olía a hierro y ceniza, y su piel ardía allí donde Azazel la había tocado.

Él permanecía inmóvil, observándola. Sus ojos rojos parecían contener siglos de tormento y deseo reprimido. La penumbra se aferraba a su figura, pero cada vez que la luz rozaba su rostro, la perfección de sus rasgos parecía demasiado cruel para pertenecer a algo vivo: pómulos marcados, labios de un rojo casi humano, una mirada que podía derretir la nieve o apagar el sol.

Había sido el más hermoso entre los guardianes. Y el más peligroso.

La chica bajó la mirada hacia su muñeca: la marca ardía, reactivada por su presencia. Las runas se encendían con un resplandor carmesí para responder al vínculo que los unía. Un vínculo que había jurado romper, aunque eso la destruyera.

—¿Por qué ahora? —preguntó para romper el silencio con una voz que apenas le pertenecía—. Has tenido siglos para venir a por mí. ¿Por qué esta noche?

Azazel avanzó despacio. Su andar era sereno, pero con cada paso la temperatura subía. La escarcha que cubría el suelo se derretía bajo sus botas, formando pequeños riachuelos que humeaban.

—Porque la Nochebuena es la única noche en la que el cielo me permite tocar la tierra sin arder —su voz era baja, grave, como si hablara desde dentro de una caverna encendida—. Una noche de pureza… y de permiso.

—No tienes derecho a ese permiso.

Él sonrió y dijo:

—Y, sin embargo, estoy aquí.

Ira se apartó un poco más para chocar contra una estantería. Los libros se estremecieron, y una nube de polvo cayó entre ambos.

El demonio levantó la mano y las motas suspendidas en el aire comenzaron a brillar para convertirse en pequeñas brasas flotantes.

—Sigues intentando resistirte, como si el miedo pudiera salvarte —continuó él—. Pero ya no hay salvación, Ira. Ni para ti… ni para mí.

—Yo no te condené. Fuiste tú quien rompió las leyes del cielo.

Sus palabras fueron una cuchilla, mas el demonio solo rio con esa risa profunda y melancólica que parecía arrastrar ecos de otra vida.

—¿Crees que lo olvidé? ¿Que olvidé lo que eras antes de que la magia te corrompiera?

El fuego de las velas titiló con violencia mientras las palabras despertaban imágenes dormidas.

Un bosque dorado, siglos atrás. La luz del sol que se filtraba entre hojas antiguas. Y ella —sin marcas, sin hechizos, sin culpa— recitando oraciones entre flores.

Azazel descendía entonces como un ángel, con su piel bañada en luz y su espada resplandeciente, destinada a protegerla.

«Eras humana», susurró una voz en la memoria. «Y yo era tu guardián».

La bruja recordó el calor de sus manos, la devoción con la que él la miraba. Recordó también el momento en que todo cambió: cuando se atrevió a tocar lo prohibido, a invocar lo que ni los ángeles podían controlar. Cuando rompió el pacto que los unía y lo arrastró al abismo.

Volvió al presente con un sobresalto. El fuego en los ojos de él se había suavizado, pero su mirada seguía siendo devastadora.

—Aquel día me condenaste, Ira —dijo al acercarse un paso más—. Y aun así… nunca quise olvidarte.

Ella sintió que el corazón se le aceleraba, y lo odió por ello. Odió que, incluso ahora, con la muerte o el infierno como única promesa, su cuerpo le recordara antes que su mente.

—¿Por qué sigues buscando algo que ya no existe? —inquirió, intentando mantener la voz firme—. Lo que fuimos se perdió.

Azazel inclinó la cabeza, con una sonrisa tan triste que por un momento pareció humano.

—No se perdió. Se transformó. El amor es una llama, Ira. Cuando se apaga en un alma, arde en otra. Y la mía… lleva siglos ardiendo por ti.

El silencio que siguió fue espeso, casi tangible. Las llamas de las velas danzaban al ritmo de sus respiraciones.

La bruja retrocedió hasta quedar atrapada entre la mesa del conjuro y la pared. Él se acercó hasta que apenas los separaban unos centímetros.

El aire entre ellos vibraba.

Podía sentir el calor que emanaba de él, el pulso del poder que le recorría el cuerpo. No olía a azufre ni a muerte, como los demonios menores. Él olía a tierra húmeda después del fuego, a bosque quemado y deseo contenido.

—¿Qué quieres de mí? —susurró ella.

Él alzó una mano para rozarle el mentón con el dorso de los dedos. Su piel ardía, pero no la quemó; era un fuego que pedía redención, no destrucción.

—Una noche —respondió simplemente—. Una noche más conmigo.

La bruja lo miró con incredulidad.

—¿Una noche…?

—Una noche a cambio de tu alma eterna.



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En el texto hay: navidad, brujas y demonios, traición y amor

Editado: 27.12.2025

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