La noche se había detenido. En el exterior, la tormenta arremetía contra los ventanales como si quisiera entrar, pero dentro del antiguo santuario el tiempo respiraba distinto. Las velas no parpadeaban, el fuego de la chimenea ardía sin consumir la leña, y el aire olía a algo que no pertenecía al mundo de los vivos: una mezcla de incienso, nieve y sangre.
Ira permanecía en el centro del círculo de runas que ella misma había trazado, con las muñecas aún marcadas por el toque de Azazel. Su piel temblaba, no de miedo, sino de esa tensión eléctrica que él provocaba con solo mirarla.
El demonio la observaba desde la penumbra, con el cuerpo apoyado en una columna de piedra agrietada. Su presencia llenaba la estancia de calor y peligro. No vestía como un ser del inframundo, sino como un recuerdo: una camisa negra abierta hasta el pecho, pantalones ajustados de cuero, y una mirada que contenía siglos de deseo reprimido.
—¿Por qué me miras así? —preguntó ella para romper el silencio. Su voz sonó quebrada, frágil, pero dentro de su pecho ardía un fuego que no había sentido desde su vida humana.
Azazel sonrió. La sonrisa de un depredador que reconoce a su presa, aunque la adora demasiado para devorarla de inmediato.
—Porque no ha pasado un solo invierno sin que imagine esto —avanzó, despacio, con el sonido de sus pasos resonando entre las piedras húmedas—. No ha habido noche en la que no haya recordado la forma en que decías mi nombre.
Ira tragó saliva. Cada palabra era un cuchillo que abría heridas viejas.
—Yo te condené. No entiendo cómo puedes…
—¿Amarte? —interrumpió él al inclinarse hasta que sus labios casi rozaron los de ella—. Tal vez sea mi castigo.
Sus ojos se encontraron. Los de él, de un rojo profundo, parecían brasas vivas bajo la sombra de sus pestañas. Los de ella, grises y fríos como el hielo, reflejaban miedo y deseo a partes iguales.
—No digas eso —murmuró ella—. No puedes amar.
Él soltó una risa baja, amarga.
—No puedo perdonar, pero sí amar. El infierno me arrebató muchas cosas, Ira, pero no el recuerdo de ti.
Ella retrocedió un paso al sentir que el suelo vibraba bajo sus pies. Las runas que había dibujado empezaron a brillar con una luz azulada, como si su magia reaccionara al reconocimiento de algo más antiguo que la muerte.
—No entiendes lo que hiciste —dijo ella con los puños apretados—. Me sigues atando a ti. Cada vez que te acercas, siento que pierdo una parte de mí.
—Porque no hay “tú” sin mí —el tono de él se volvió grave, casi solemne—. Somos el mismo fuego dividido. Lo que los humanos llaman alma, para nosotros es cadena.
Ella lo miró con horror.
—¿Qué estás diciendo?
Él dio un paso más y entró en el círculo. Las runas parpadearon, pero no lo repelieron. Se fundieron bajo sus pies, como si lo reconocieran.
—Tu alma, Ira. La mitad que te falta… es mía. Y la mía, tuya.
El aire se volvió espeso, irrespirable. La bruja sintió cómo su pecho ardía y, por un instante, vio algo: un recuerdo que no era solo suyo.
Una sala bañada por fuego, una figura arrodillada, cadenas negras que envolvían sus brazos. Azazel gritaba su nombre mientras la oscuridad lo devoraba. Su voz, antes de caer, prometiendo volver a por ella.
Regresó al presente con un grito ahogado.
—¡No! Eso no puede ser…
—Fuiste tú quien me selló en las llamas —explicó él con suavidad, tocando su mejilla con la punta de los dedos—. Y al hacerlo, rompiste el equilibrio. Tu alma quedó incompleta, igual que la mía. Desde entonces, hemos estado muriendo un poco cada siglo.
Sus palabras eran dagas dulces. La chica quería negarlo, quería aferrarse a su ira, pero algo dentro de ella reconocía la verdad. Desde el día en que lo traicionó, nunca había vuelto a soñar, ni a sentir la magia de la misma manera. Siempre había sido como si una parte de su esencia se hubiera apagado.
—Por eso no puedo matarte —susurró ella.
—Por eso no puedes vivir sin mí —él sonrió, mas su mirada se nubló—. Y yo no puedo morir sin ti.
El silencio los envolvió. Fuera, la tormenta golpeaba los cristales con furia, sin embargo, dentro solo existía el latido de sus corazones.
La muchacha bajó la vista. Su respiración era un temblor.
—¿Qué quieres de mí?
—Lo mismo que siempre —respondió él—. Tu fuego. Tu entrega. Tu alma… pero esta vez no como prisionera, sino como igual.
La frase la golpeó con la fuerza de una tormenta.
—¿Igual? No puedes ofrecerme eso. Eres un demonio.
—Y tú, una bruja maldita —la tomó del mentón, obligándola a mirarlo—. No existe pureza en nosotros. Solo el reflejo del pecado que compartimos.
Ira quiso apartarse, pero sus manos lo buscaron instintivamente. Tocarlo era como tocar la esencia misma del fuego: dolía, mas también daba vida.
Él la abrazó, y el calor se expandió por su cuerpo. Las runas en el suelo se desvanecieron, absorbidas por la intensidad de su magia compartida.