El amanecer llegó como una herida. No hubo campanas, ni villancicos, ni risas infantiles en las calles. Solo un cielo teñido de rojo, como si la aurora se hubiera bañado en sangre. La nieve caía con lentitud sobre la ciudad, pero ya no era blanca: sus copos, al tocar el suelo, dejaban pequeñas huellas negras, como ceniza ardiente.
Era Navidad, mas la pureza del día había sido devorada por algo antiguo, por un poder que dormía desde hacía siglos y que esa noche había despertado.
En el centro de la vieja librería, Ira abrió los ojos.
El fuego ya no ardía en la chimenea. Solo quedaban brasas, susurros de una noche que parecía un sueño febril. El aire estaba impregnado de humo y de un leve aroma metálico, como el que deja el hierro al fundirse.
Se incorporó con lentitud al sentir cómo cada fibra de su cuerpo respondía de una manera distinta. No sentía frío, aunque la temperatura debía ser gélida. La piel le brillaba con un resplandor tenue y sus venas parecían filamentos dorados bajo la luz carmesí que entraba por las vidrieras rotas.
—¿Azazel? —susurró con suavidad pero firme.
El eco devolvió su nombre, multiplicado. No lo veía, no obstante, lo sentía.
El vínculo que los unía continuaba allí, más fuerte que nunca, latiendo dentro de su pecho como un segundo corazón.
Cuando se puso en pie, el suelo bajo sus pies desnudos se agrietó para dejar escapar un leve vapor rojizo. La piedra ardía sin quemarla.
Sus ojos, antes grises, ahora eran de un tono cambiante: un fuego líquido que se tornaba ámbar, luego rojo, después casi negro. Su cabello, blanco como la escarcha, parecía absorber la luz del amanecer para dejar un halo de energía tras cada movimiento.
Ya no era la bruja exiliada que había huido durante siglos. Ni siquiera era completamente humana. Había nacido de nuevo.
La puerta de la librería se abrió con un crujido. El aire helado entró, acompañado del aroma a nieve quemada. Y él estaba allí.
Azazel avanzó despacio mientras sus botas dejaban huellas humeantes sobre el mármol. La nieve se derretía a su paso, como si el mundo aún temiera su toque.
Su piel, antes marcada por las sombras, parecía ahora más humana, aunque la oscuridad seguía latiendo en su mirada. Las alas, negras y enormes, se recogieron tras su espalda como un manto de medianoche.
Pero lo más perturbador era que él también había cambiado.
Su fuego ya no era solo infernal; se había teñido de tonos dorados, como si una parte de su condena hubiera sido purificada. Su presencia seguía siendo peligrosa, mas había en ella algo nuevo, casi… sagrado.
Cuando la vio, se detuvo.
Ira, de pie entre las brasas y la nieve, lo miraba con una calma que nunca antes había tenido. Su rostro, iluminado por el amanecer rojo, parecía el de una diosa olvidada.
—Así que, lo hiciste —dijo él con apenas una sonrisa en sus labios.
Ella lo observó sin responder. La voz de él era un recuerdo dulce y violento a la vez.
—Te advertí que nada sería igual. —Él se acercó un poco más—. Que si sellabas el pacto, morirías tal como eras.
—Morí —advirtió ella, y el eco de su voz retumbó como un trueno suave—. Pero no lamento haberlo hecho.
El demonio ladeó la cabeza, intrigado.
—¿Qué eres ahora?
Ira bajó la vista hacia sus manos. Al hacerlo, un leve destello se escapó de sus dedos, una danza entre fuego y escarcha.
—No lo sé. Ni bruja, ni humana, ni demonio. Tal vez todo eso… o nada.
Él se detuvo frente a ella.
—Entonces el equilibrio ha cambiado —sus ojos la recorrieron con lentitud, sin disimular la mezcla de reverencia y deseo—. La tierra lo sentirá. Los cielos también.
Ella alzó el rostro e inquirió:
—¿Y tú?
—Yo… —él pareció dudar por primera vez—. Yo ya no escucho las voces del infierno. Ni siento sus cadenas —una sonrisa casi humana se dibujó en su rostro.
—Eres libre —apuntó ella.
—Porque tú me liberaste.
Un silencio los envolvió. El viento soplaba a través de los ventanales para llevar consigo copos de nieve negra. En el exterior, las campanas de alguna iglesia lejana sonaban distantes, apagadas por el manto espeso del invierno.
La chica caminó hacia el exterior. Sus pasos no dejaban huella en la nieve.
El mundo era distinto. Los árboles, cubiertos por una fina capa de hielo oscuro, se inclinaban hacia ella, como si la reconocieran. Los ríos, congelados durante semanas, mostraban bajo la superficie un brillo rojizo, como si la sangre de la tierra fluyera de nuevo.
Azazel la siguió.
La luz de la aurora los envolvió. No era el dorado típico del amanecer, sino un rojo profundo, con matices de naranja y púrpura. Parecía el reflejo de un incendio que no existía.
—Mira lo que hemos hecho —dijo ella en voz baja—. La nieve arde.
Él se detuvo a su lado.