No era suficiente para aquel pueblo pequeño lleno de florecitas encantadas por la lluvia con el nuevo rallito de sol que llegó de una ciudad aledaña. Una nueva familia acababa de llegar de muy lejos, específicamente de Holanda. Sus integrantes eran diferentes al resto y destacaban como el trigo dorado entre el pastizal. Eran rubicundos y de cuerpos redondos, exceptuando a la madre que contoneaba sus hermosas caderas por doquier, vestida con estampados primaverales.
Lalea llegó junto con el profesor nuevo, sonrojada como un capullo de tulipán rosado y a punto de abrirse. Era tímida y hablaba el español con un acento gracioso. Sus trenzas doradas casi plateadas se asomaban por ambos lados de su rostro como dos serpientitas muy bien amaestradas que se movían sólo cuando ella sacudía su cabeza. Sin olvidar vistoso vestido con estampados primaverales.
Jacinto la recibió con gusto y le comentó que también era nuevo con la clase, que no fuera tímida con sus compañeras las florecitas, que eran buenas niñas y seguro tendría muchas amigas. Lalea sonrió nuevamente y sus mejillas se pusieron rojitas como manzanas. Jacinto la guio hasta su nuevo lugar, cerca de los geranios y de una florecita negra y solitaria, al fondo del salón. Lalea les sonrió y sacó sus cuadernos para tomar apuntes, todos con estampados primaverales.
Al final de la clase Lalea lloraba, los abrojos hablaban de sus trencitas y sus lentes, los geranios no paraban de parlotear sobre su cuerpo redondito y rosado. Jacinto la miró con ternura y le dijo que debía sobrevivir, que era nueva y que sus compañeras eran curiosas, dejarían de hablar de ella en un tiempo pero hasta entonces debía ignorar su comportamiento. Lalea le dejó un pequeño obsequio: una manzana muy roja envuelta en una servilleta con estampados primaverales.
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Editado: 15.07.2020