Cierto día, tras una semana de la llegada de Jacinto a su nuevo salón de clases la directora del colegio le ofreció una oficinita para que ocupara su tiempo libre en algunas labores de la escuela. Jacinto, encantado, dejó sus pertenencias cerca y sacó su IPad para revisar algunas planeaciones de su clase y conversar con la maestra titular del grupo sobre el comportamiento de las florecitas. Preparaba su clase del día siguiente cuando escuchó que alguien tocaba la puerta. Por el vidrio logró distinguir la inigualable forma de la rosita más negra del salón. Sonrió y la invitó a pasar. Ross entró sumida en ese cabello oscuro que le daba un aire tan tímido como el de Lalea. Dejó un cuaderno sobre el escritorio y sin decir una palabra, apuntó con su dedito blanco y delgado una frase de la tarea. Las flores no hablan cuando no lo necesitan.
—¿No entiendes esto, Ross? —dijo Jacinto sonriendo mientras daba la vuelta al cuaderno para revisar mejor el problema razonado. —Es muy fácil pero debes cuidar muy bien los signos. Ross se sentó cerca del él sin decir una palabra. Poco a poco la explicación del profesor fue iluminándole su sombría cara y logró hacer escapar una sonrisa brillante de aquellos labios rositas y delgados. Antes de irse, le dejó una bolita de chocolate sobre la mesa, salió de la oficina rápidamente. Las flores no hablan cuando no lo necesitan.
Jacinto tomó el chocolate y le quitó el papel para poder disfrutar ese bonito detalle que solían dejar las florecitas cuando se sentían agradecidas.
—Voy a engordar mucho si sigo con esto. Tal vez deba dejar de comerlas al momento y guardar esos regalitos para después. Se recargó en el asiento y miró al techo, un abanico giraba sus aspas rápidamente en una espiral eterna. “¿Por qué aquí las niñas casi no hablan?” se preguntó, pero pronto comprendió que las flores no hablan cuando no lo necesitan.
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Editado: 15.07.2020