Capítulo 3: Juventud y adultez temprana
Kai tenía veintitrés años y cada reflejo en vidrio y metal parecía recordarle que ya no era un prisma adolescente torcido: era una estructura más compleja, un poliedro compuesto de cicatrices, aristas afiladas y superficies que brillaban solo en ciertos ángulos. Cada decisión tomada, cada error cometido, cada persona lastimada, había dejado su marca en él. La sala de Fragmentaria, su taller, estaba llena de fragmentos de vidrio, acero, y madera, cada uno con su propio eco de dolor y memoria.
El negocio que había iniciado con Luna luchaba constantemente. No era un éxito inmediato, ni siquiera cómodo. Las deudas se acumulaban, los pedidos a veces se perdían, y los clientes eran volubles como figuras geométricas imposibles de encajar. La tensión entre él y Luna crecía: discutían sobre precios, sobre estética, sobre prioridades. Ella ya no era la luz inmutable de su adolescencia, sino una esfera con grietas propias que Kai podía sentir y que a veces explotaban en su cara.
Una tarde, mientras ensamblaba un vitral enorme que representaba un laberinto de emociones, Kai cometió un error irreparable. Un bloque de vidrio pesado se deslizó de sus manos y cayó sobre la pierna de Luna. El grito cortó la música de soldadura y el crujido metálico que llenaba el taller. Ella cayó al suelo, gimiendo, con el tobillo torcido de manera preocupante. Kai se quedó paralizado, el poliedro interior vibrando violentamente, cada arista de culpa y miedo chocando entre sí.
—¡Kai! —jadeó Luna, entre lágrimas y dolor físico.
Él no sabía si disculparse, llorar, o simplemente desaparecer. Sus manos temblaban sobre el vidrio, y por un momento contempló la idea de marcharse, de dejar Fragmentaria y todo lo que había construido para nunca volver. Pero la visión de sus propias manos, llenas de cortes antiguos, de cicatrices que contaban historias de daño y supervivencia, lo detuvo. Se arrodilló junto a ella, intentando aliviar el dolor, mientras un nudo metálico en su pecho se tensaba con cada respiración.
El accidente dejó consecuencias permanentes: Luna necesitó semanas para recuperarse, el proyecto del vitral quedó incompleto, y la tensión entre ellos se volvió un filo constante. Kai comprendió algo fundamental: la oscuridad no era solo interna, sino que podía tocar y deformar la vida de quienes amaba. Sanar no significaba limpiar; significaba aprender a caminar entre fragmentos sin destruir a otros. Y aún así, no siempre lo lograba.
Esa misma noche, Kai se quedó despierto hasta tarde, observando el taller vacío, las sombras de sus propios proyectos reflejándose en las paredes. Pensó en su infancia, en Sofía, en el cuaderno que destrozó, en los momentos de ira que casi lo disolvían por completo. Sintió que, de alguna manera, su yo adolescente aún habitaba dentro de él, recordándole que podía perderlo todo con un movimiento en falso.
El amor y la conexión con Luna eran complicados. Había momentos de ternura, de complicidad, pero siempre existía el miedo de que un error irreparable volviera a separarlos. Kai aprendió a observarla como un prisma también: cada grieta contaba, cada sombra hablaba. Comprendió que el amor no era un vidrio perfecto, sino un mosaico de fragmentos que se sostenían entre sí por voluntad y cuidado constante.
Por la mañana, los rayos del sol atravesaban el taller, haciendo brillar los bordes rotos del vitral incompleto. Kai tocó una de las superficies fracturadas y sintió una extraña calma: la luz podía entrar, incluso a través de las grietas. Sin embargo, sabía que esa paz era temporal, frágil, como un equilibrio de formas suspendidas. Cada día sería un desafío, cada interacción con Luna, cada proyecto, cada decisión financiera, era un riesgo de que el prisma colapsara de nuevo.
Kai también había aprendido a lidiar con su propia oscuridad interna. Había noches en que contemplaba desaparecer, no físicamente, sino como conciencia: dejar de ser el prisma, dejar de sostener nada. Pero entendió que eso no era valentía ni liberación; era huida. La adultez temprana le enseñó que vivir entre fragmentos significaba aceptar la posibilidad de dolor constante, y aún así elegir seguir.
En ese periodo, Fragmentaria se convirtió en su refugio y su campo de batalla. Cada proyecto era un ensayo de resiliencia: soldar vidrio sin romperlo, ensamblar estructuras sin colapsar, mantener la relación con Luna sin lastimarla gravemente. Cada éxito parcial le daba un respiro, pero también recordaba que la perfección no existía, y que cualquier descuido podía traer consecuencias reales y dolorosas.
Y así, Kai aprendió a convivir con la tensión, con la oscuridad y la fragilidad, con la sensación constante de que el mundo podía desmoronarse a su alrededor. Comprendió que la sanación no era un estado permanente, sino un esfuerzo diario, un equilibrio de luz y sombra, donde cada arista de su prisma debía sostenerse con cuidado. Y aunque la vida podía romperlo nuevamente, también había belleza en los fragmentos: la luz que se colaba por las grietas, la risa compartida con Luna, la sensación de crear algo que sobreviviera al caos.
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Editado: 17.12.2025