Capítulo 4: Fragmentos que persisten
El taller de Fragmentaria olía a vidrio recién cortado y a metal caliente. Cada superficie reflejaba fragmentos de luz que parecían bailar con sus propias sombras. Kai observaba el espacio mientras Luna medía un nuevo pedido de vitrales personalizados. La tensión entre ellos era palpable; no era un enojo explosivo, sino un filo constante que los mantenía alerta, como si cualquier movimiento en falso pudiera cortarlos.
—¿Crees que podremos terminar esto antes del lunes? —preguntó Luna, sin mirarlo directamente.
Kai no respondió de inmediato. Sabía que la respuesta no era un simple sí o no. El negocio luchaba, como siempre: pedidos retrasados, clientes exigentes, materiales que se rompían en la manipulación, y deudas que crecían como esquinas afiladas en un poliedro que amenazaba con colapsar. Fragmentaria sobrevivía, pero cada éxito parcial era efímero.
—Intentaremos —dijo finalmente—. Pero tenemos que priorizar. No podemos con todo.
Luna asintió, y por un instante, sus ojos reflejaron complicidad. Pero Kai sabía que la grieta seguía allí. Cada discusión sobre precios, tiempos, estética, o simple logística abría un espacio donde la confianza se filtraba como luz a través de vidrio roto.
Kai decidió enfocarse en un vitral que había comenzado semanas atrás: un laberinto de líneas fractales que representaban su infancia, su adolescencia y sus primeros años de adultez. Cada fragmento contaba una historia: la pérdida de su madre, los momentos de ira, la cercanía con Luna, los errores irreversibles. Trabajó solo durante horas, con las manos manchadas de plomo y vidrio cortado, escuchando el eco de sus propios pensamientos:
Si rompo este vidrio, si fallo ahora, nada de lo que construimos importará.
El vitral, cuidadosamente ensamblado, finalmente se mantuvo firme, y la luz de la tarde lo atravesó, creando un mosaico de sombras y reflejos sobre la pared. Era hermoso, pero imperfecto. Como su vida. Como él.
Más tarde, Kai y Luna se sentaron a observarlo desde la distancia. El silencio entre ellos no era incómodo, pero tampoco era paz. Era un reconocimiento mutuo de que la vida compartida no era sencilla, y que la armonía era un equilibrio delicado que podía romperse con un gesto, una palabra o un error.
—¿Crees que esto… nos mantendrá juntos? —preguntó Luna, con una vulnerabilidad que rara vez mostraba.
Kai giró para mirarla. Sus ojos reflejaban cansancio, comprensión y una sombra de miedo. No podía prometer estabilidad; solo podía ofrecer su presencia, su esfuerzo constante, y la voluntad de no dejar que la oscuridad los devorara.
—No lo sé —dijo finalmente—. Solo sé que quiero intentarlo.
Esa noche, Kai se quedó solo en el taller, mirando el vitral. La luz atravesaba las grietas y proyectaba figuras geométricas complejas sobre el suelo y las paredes. Sintió una mezcla de alivio y temor: alivio porque había logrado sostener su vida un poco más, y temor porque cada fragmento sostenido podía romperse en cualquier momento.
Pensó en la infancia, en la adolescencia, en los errores irreversibles, y en la constante sensación de estar al borde de la disolución. Comprendió que la paz no era un estado permanente, sino un esfuerzo diario, un trabajo que debía repetirse cada mañana con cada pieza de vidrio, cada palabra con Luna, cada decisión de negocios.
Fragmentaria seguiría luchando. No prosperaría fácilmente, y él tampoco. Cada proyecto sería un riesgo, cada día una oportunidad de fracaso o aprendizaje. Y Luna seguiría siendo un prisma complejo: su luz podía desvanecerse, sus sombras podían sorprenderlo, y aún así, seguían juntos, sosteniéndose en equilibrio imperfecto.
Kai tocó el vitral y sonrió levemente. No porque todo estuviera bien, sino porque había sobrevivido otra jornada, porque la luz aún encontraba caminos a través de las grietas, y porque, por primera vez en mucho tiempo, aceptaba que la lucha continuaría siempre. La belleza coexistía con la fragilidad, la luz con la sombra, la esperanza con el temor.
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Editado: 17.12.2025