El jardin de los ecos

Capítulo III: El jardín secreto

Mi madre dejó de ser tierra.
Se volvió sombra.
Una extensión del hombre que aró su cuerpo y su voluntad.
Ya no caminaba sola: lo hacía un paso detrás de él, como si el aire alrededor le perteneciera.
Yo la miraba desde la puerta del pasillo, mientras él hablaba y ella asentía con una sonrisa tensa, los labios pintados como si el color pudiera ocultar el miedo.

Nunca la escuché contradecirlo.
Si él decía que el azul era gris, el azul se volvía gris para los dos.
Si él decía que yo no servía para nada, ella guardaba silencio, pero en ese silencio había una aprobación cobarde.
Su amor se convirtió en una cuerda que la ataba a él, y cuanto más tiraba de ella, más se deshilachaba por dentro.

Yo entendí pronto que en esa casa no se respiraba, solo se obedecía.
El aire se quedaba quieto, espeso, lleno de palabras que no podían decirse.
Y en las noches, cuando los gritos se desataban y las cosas caían, yo me tapaba los oídos y me repetía historias inventadas para no oír.
Me contaba que mi madre no era esa mujer que lloraba en silencio, sino una diosa dormida, atrapada en un sueño profundo del que algún día despertaría.
Nunca despertó.

Había escenas que se repetían como fantasmas:
Mi madre con los ojos rojos, limpiando la mesa una y otra vez, como si frotando pudiera borrar lo que dolía.
Él sentado, con su copa de vino, hablando de lo difícil que era “educar a una niña sola”.
Y yo, pequeña, en la esquina del comedor, deseando ser invisible.

Una noche, lo vi romperle una taza.
Fue tan rápido que el sonido del vidrio se mezcló con su voz.
Ella se agachó a recoger los pedazos, y vi cómo uno le cortó el dedo.
La sangre cayó al piso y yo corrí por una servilleta, pero ella me detuvo con la mirada.
—No digas nada —me susurró—. No quiero que se enoje más.
Ese “no digas nada” se me quedó clavado en el pecho como una orden para toda la vida.

Desde entonces, empecé a hablar solo con los ecos.

Mis noches eran extrañas.
Soñaba con jardines que se movían como olas, donde las flores lloraban y las mariposas tenían ojos humanos.
Soñaba con mi madre enterrada bajo una capa de tierra, y con mis manos pequeñas tratando de desenterrarla.
Pero cuanto más cavaba, más profundo caía yo.
Y al despertar, el corazón me dolía tanto que creía haber corrido kilómetros dentro del sueño.

A veces soñaba con mi padre, el aire.
Venía a buscarme, pero siempre se iba antes de alcanzarme.
Yo corría tras él, descalza, y el suelo se llenaba de cristales.
Despertaba con el pecho oprimido, empapada de lágrimas, con la sensación de que algo se rompía dentro de mí cada vez que lo perdía de nuevo.

Empecé a dibujar.
Fue un impulso, una forma de liberar el nudo que llevaba en la garganta.
Dibujaba en cualquier papel: en servilletas, en los márgenes de los cuadernos, en las hojas que encontraba en la basura.
Mis dibujos eran tristes, aunque no lo sabía entonces.
Eran niñas sin rostro, casas sin puertas, flores que crecían hacia abajo.
Una vez mi madre los encontró y me dijo que eran “cosas sin sentido”.
Yo quise explicarle que ahí estaba todo lo que no podía decir, pero no me salieron las palabras.

Más tarde descubrí la música.
Había una vieja radio en la cocina, y cuando nadie estaba, la encendía bajito.
Me gustaba cerrar los ojos y dejar que las notas me recorrieran por dentro, como si alguien, en algún lugar, entendiera lo que yo sentía.
La música era lo más parecido al aire.
No tenía cuerpo, no tenía límites.
Podía colarse entre las paredes sin pedir permiso.
Me hacía sentir libre por unos minutos, hasta que escuchaba los pasos de él y apagaba la radio de golpe, temiendo que descubriera que aún tenía algo que amar.

Con el tiempo, la escritura llegó sola.
Una tarde de lluvia, encontré un cuaderno viejo en el armario.
Tenía hojas amarillentas y olor a polvo, pero para mí fue como hallar un pedazo de cielo.
Empecé a escribir sin saber cómo hacerlo: frases sueltas, pensamientos, pedazos de sueño.
Palabras que no eran para nadie, solo para mí.
Era mi manera de no desaparecer del todo.

Cada vez que escribía, el dolor del pecho se hacía más soportable.
Era como si cada palabra sirviera para vaciar un poco la tristeza.
Pero también me daba miedo: miedo a que alguien encontrara mis páginas y me arrebatara lo poco que era mío.
Así que escondía mis cuadernos entre el colchón y la pared, junto a mis dibujos, como si fueran raíces secretas creciendo bajo tierra.

A veces me dolía tanto el pecho que pensaba que me iba a morir.
No era un dolor físico; era una presión, una ausencia.
Como si el aire no quisiera entrar, como si mi corazón no supiera a dónde latir.
Me recostaba en el suelo y contaba los segundos entre respiraciones.
Soñaba con un jardín donde las flores hablaran y dijeran mi nombre.
Un jardín donde el eco no solo repitiera, sino que respondiera.
Ahí me sentía viva.
Ahí era alguien.

Mientras tanto, mi madre seguía siendo tierra agrietada, y él seguía arando su voluntad con manos sucias.
A veces los miraba y pensaba que yo no pertenecía a ese suelo.
Que quizás había nacido del aire, o del eco de un sueño.
Y aunque el miedo me mantenía quieta, algo dentro de mí empezaba a brotar.
Una semilla diminuta, sí…
Pero era mía.




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