El jardin de los ecos

Capítulo IV: La flor que creció en la sombra

Cuando entré al cuarto grado, ya sabía lo que era el silencio del miedo.
Lo había aprendido en casa.
Pero en la escuela, el silencio se transformó en algo peor: en burla.
Ahí no bastaba con quedarse callada; había que ser “como las demás” para no ser devorada.

Yo no lo era.
Nunca lo fui.

Era una niña gordita, de piel morena y cabello corto, tan corto que a veces me confundían con un niño.
Mi madre decía que me lo cortaba “para que no se me enredara tanto”, pero yo sabía que lo hacía porque no tenía paciencia para peinarme.
Mis mejillas siempre estaban coloradas, y mis rodillas llenas de raspones porque me gustaba correr, jugar sola, inventar historias en el patio.
Tenía la cabeza llena de nubes:
pensamientos que se movían lento, suaves, con formas cambiantes que nadie más parecía ver.
Mientras los demás jugaban a ser doctores o mamás, yo hablaba con las sombras o dibujaba árboles en mis cuadernos.

Y ahí empezó todo.

Las niñas del salón eran afiladas como agujas.
Sabían dónde dolía sin que uno les dijera.
Me decían “gorda”, “morenita fea”, “Luz apagada”.
Se reían de mi voz suave, de mi manera de mirar al cielo en medio de la clase, de mis zapatos viejos que siempre parecían un número más grandes.
Una vez, una de ellas me jaló el cabello y me dijo:
—¿Por qué siempre estás viendo para arriba? ¿Esperas que te caiga un milagro?
Y todas rieron.

Yo no lloré.
Solo bajé la cabeza y guardé el milagro dentro de mí, donde nadie pudiera romperlo.

Con el tiempo, aprendí a reconocer sus risas antes de oírlas.
Eran como cuchillos flotando en el aire.
A veces, cuando la maestra salía del salón, me lanzaban papeles, me escondían el estuche o escribían en mi pupitre:
“Luz la loca”.
“Luz la gorda”.
“Luz la tonta”.

Yo fingía no verlo, pero en el fondo sentía que cada palabra se me tatuaba en la piel.
Volvía a casa sin decir nada, porque sabía que mi madre no entendería.
Ella solo me diría:
—Tú ignóralas. Sé fuerte.
Pero no era fuerza lo que me faltaba; era aire.
El pecho me dolía tanto que a veces creía que no podría respirar.

En los recreos me sentaba sola bajo un árbol, con mi lonchera entre las piernas.
Me gustaba mirar las hormigas, porque al menos ellas sabían a dónde iban.
A veces dibujaba en la tierra con una ramita: casas, estrellas, flores imposibles.
Un día, una maestra se acercó y me dijo:
—¿Por qué no juegas con las demás?
No supe qué responder.
¿Cómo explicarle que mi mundo estaba hecho de cosas que los demás no podían ver?
Que yo jugaba con la imaginación, con las voces del viento, con los colores de la música.
Pero ella solo suspiró y se fue, como si yo fuera un acertijo sin solución.

En casa, tampoco había refugio.
El hombre que araba la tierra decía que debía “defenderme como una niña de verdad”.
Mi madre, la tierra endurecida, decía que “no debía llamar la atención”.
Y entre esos dos mandatos aprendí a desaparecer un poco más cada día.

Pero en mis noches seguía soñando.
Soñaba con un jardín secreto donde las flores tenían mi forma.
Gorditas, morenas, de pétalos pequeños pero firmes.
Cuando el viento soplaba, ellas no se rompían: se mecían y seguían cantando.
Yo las escuchaba desde dentro del sueño, y sus voces decían:
—No cambies, Luz.
—El sol llega, incluso a la sombra.

Despertaba con lágrimas en los ojos y una sensación de ternura que me duraba hasta el primer insulto de la mañana siguiente.

Un día, en clase de arte, la maestra pidió que dibujáramos “nuestro lugar favorito”.
Las demás niñas pintaron parques, centros comerciales, casas con techos rojos y familias sonrientes.
Yo dibujé un jardín lleno de espejos.
En cada espejo se reflejaba una flor distinta, y en el centro, una niña que observaba en silencio.
Cuando la maestra lo vio, frunció el ceño y preguntó:
—¿Qué es esto, Luz?
Yo respondí bajito:
—Mi jardín de los ecos.

Ella no entendió.
Pero esa tarde, mientras caminaba a casa con mi cuaderno contra el pecho, supe que había encontrado algo que me pertenecía.
No la aprobación, ni la belleza, ni el cariño de los demás.
Sino un refugio donde mi rareza era sagrada.

Entre cuarto y sexto grado, el dolor se volvió rutina.
Las burlas cambiaban de forma, pero el fondo era el mismo: yo no encajaba.
Era demasiado soñadora para ser real, demasiado callada para ser escuchada.
Y, sin embargo, cada herida me hacía más consciente de quién era.
Aprendí a no odiarlas.
A veces incluso las miraba con una mezcla de lástima y curiosidad:
¿cómo se puede vivir sin imaginar?

Y aunque el mundo parecía no tener lugar para mí, dentro de mí seguía creciendo ese pequeño jardín.
Cada palabra cruel era una semilla que caía sin querer… y, en la oscuridad, florecía en silencio.

Al final del sexto grado, cuando me entregaron el diploma, nadie me aplaudió más que por compromiso.
Pero yo, por dentro, celebré.
No porque fuera un triunfo escolar, sino porque había sobrevivido.
Sobrevivido a las risas, a las miradas, al peso de no pertenecer.
Y mientras todos se tomaban fotos con sus padres, yo miré al cielo —ese cielo que siempre me había llamado— y me prometí algo:

Algún día, mi jardín sería real.
Y allí no habría burlas, ni voces que me aplastaran,
solo ecos que me respondieran con amor.




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