El jardin de los ecos

Capítulo V: El eco del silencio.

El primer día de secundaria sentí que entraba en otro mundo.
Las niñas ya no eran niñas: hablaban distinto, se movían distinto, sabían cosas que yo apenas imaginaba.
Yo seguía siendo la misma: callada, torpe, con el uniforme mal planchado y los zapatos gastados que mi madre me compró “para que duraran más de un año”.
Ella me peinó con un moño apretado y me dijo:
—Pórtate bien, no te busques problemas.

Y eso intenté.
Pero los problemas no se buscan, te encuentran.

Las risas empezaron desde el primer recreo.
No eran como las de primaria; ahora dolían más porque venían cargadas de intención.
Miradas que subían y bajaban por mi cuerpo como si evaluaran defectos, manos que señalaban, murmullos que parecían cuchillos.

Yo ya no solo era “la gordita rara”.
Ahora era la que no usaba maquillaje, la que no sabía hablar de chicos, la que no tenía celular, la que vivía “en las nubes”.
Se burlaban de mi forma de caminar, de mis codos oscuros, de mi piel morena.
Yo fingía no escuchar, pero el cuerpo siempre escucha lo que el alma no puede decir.
Cada palabra se me quedaba clavada en el pecho como una piedra pequeña.

Con el tiempo, el salón se volvió un campo de guerra donde yo era el blanco invisible.
Aprendí a encogerme en la silla, a ocupar menos espacio, a hablar solo si la maestra me lo pedía.
Cualquier cosa podía convertirse en motivo de burla: una respuesta equivocada, una mancha en la blusa, el simple hecho de existir diferente.

A veces dejaban cosas sobre mi pupitre: papeles con dibujos crueles, frases escritas con tinta roja.
Yo los guardaba en la mochila sin leerlos, como si esconderlos fuera borrarlos.
Pero las palabras pesan incluso cuando no se miran.

Un día, una compañera me dijo al oído:
—Deberías mirarte al espejo antes de salir de tu casa.
Y se fue riendo con las demás.
Yo sonreí por reflejo, porque aprendí que mostrar tristeza solo las alimentaba.
Pero esa tarde, al llegar a casa, me miré de verdad al espejo.
Y por primera vez, no me reconocí.
Vi a una niña con los ojos hinchados, la piel cansada, el cabello mal cortado, y pensé:
“Quizás sí soy todo eso que dicen.”

Lloré sin ruido, para que nadie escuchara.
Y esa noche, sentí que el pecho me dolía tanto que no podía respirar.
Era el mismo dolor de siempre, solo que más profundo.
Como si alguien hubiera hecho eco dentro de mí, repitiendo:
“Fea. Tonta. Diferente.”

A veces soñaba que caminaba por un pasillo de espejos.
En cada uno me veía distorsionada: más gorda, más baja, más borrosa.
Y al final, en el último espejo, no había nadie.
Solo mi mochila vacía.
Despertaba temblando, con la sensación de haber desaparecido un poco más.

La escuela se volvió un lugar donde aprendí a fingir.
Fingía que no oía, fingía que no dolía, fingía que no me importaba.
Me sentaba al fondo, dibujando en los márgenes del cuaderno, garabateando flores con pétalos caídos.
Una maestra una vez me preguntó por qué no hablaba con mis compañeras.
Le respondí:
—Es que yo hablo con el viento.
Ella me miró raro y se fue.

Mi madre seguía sin entender.
Cuando le conté, me dijo que exageraba, que “eran cosas de niñas”.
El hombre, mi padrastro, solo añadió:
—Si te molestan, es porque te dejas.
Así que aprendí a dejarme en silencio.

Empecé a refugiarme más en la música.
Llevaba los audífonos puestos cada vez que podía, incluso sin sonido, solo para que nadie me hablara.
Las canciones eran mi escondite.
A través de ellas sentía que alguien, en algún lugar, sabía lo que yo no podía decir.
A veces me quedaba viendo el cielo por horas, imaginando que el viento podía llevarse todo lo que dolía.
Pero el viento no llegaba.
Solo el eco.

Una tarde, al salir de la escuela, sentí que no quería volver.
El pecho me pesaba tanto que cada paso dolía.
Pasé frente al espejo del baño antes de irme y me miré.
No lloré.
Solo me observé, con los ojos rojos, las mejillas infladas, y pensé:
“No sé quién soy, pero no quiero seguir siendo esto.”

Esa fue la primera vez que quise desaparecer.
No morir, no aún.
Solo… no estar.
Que el mundo siguiera girando, pero sin mí dentro.

Esa noche abrí mi cuaderno y escribí:

“Si alguna vez dejo de ser yo,
que el viento me recuerde,
y que el eco me devuelva mi nombre.”

Y mientras escribía, sentí que dentro del dolor había algo más.
Una voz pequeña, débil, pero viva.
Una semilla que aún no había sido arrancada.
Era mi voz, la de verdad,
la que aún creía que algún día,
mi jardín florecería,
aunque fuera en la sombra.




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