El silencio empezó a hacerse costumbre.
Primero fue en la escuela, luego en la casa.
Hablar se volvió inútil cuando nadie escuchaba.
Mi madre salía antes de que amaneciera y volvía cuando la noche ya se había tragado el día.
Decía que trabajaba “para que no nos faltara nada”.
Pero a mí me faltaba ella.
Y eso no se compra con horas extra.
Cuando llegaba, traía el cansancio pegado al cuerpo, ojeras profundas y un olor a oficina y cigarro.
Yo me le acercaba despacio, buscando, aunque fuera una caricia, un “¿cómo te fue?”, un abrazo que me devolviera un poco de aire.
Pero ella solo decía:
—Luz, ya cenaste.
Y se encerraba en su cuarto.
Yo respondía que sí, aunque no fuera verdad.
La casa se volvió un hotel de pasos silenciosos.
Cada quien en su mundo, cada quien con su propio cansancio.
El mío no era de trabajo, era de existir.
De sentirme invisible incluso en los lugares donde debería ser vista.
Empecé a dejar de comer.
No fue una decisión, fue un hábito que se metió despacio, como el polvo.
Al principio, decía que no tenía hambre.
Después, que me dolía el estómago.
En realidad, me dolía todo, pero no sabía cómo explicarlo.
Miraba la comida y me daba asco.
No por el sabor, sino porque sentía que no la merecía.
Que no merecía ocupar espacio, ni consumir nada que otros necesitaran.
El hambre se volvió un castigo y un consuelo al mismo tiempo.
Cuando el estómago dolía, al menos ese dolor era mío.
Controlarlo me hacía sentir fuerte, como si por fin pudiera decidir algo en mi vida.
La ropa empezó a quedarme grande, pero nadie lo notó.
Mi madre seguía corriendo entre turnos, y yo seguía fingiendo que todo estaba bien.
A veces dejaba la comida servida y se iba sin mirarme.
Yo la tiraba después, despacio, para no hacer ruido.
Así era más fácil: no oler, no probar, no existir.
El cuerpo se volvió un campo de batalla.
Me dolían los huesos, la cabeza, las piernas.
A veces me mareaba en clase, pero fingía que era por el calor.
Las maestras me regañaban por distraída.
“Estás en la luna, Luz”, decían.
Si supieran que estar en la luna era lo único que me mantenía viva.
Por las noches, me quedaba despierta escuchando los pasos del vecino, los ladridos del perro, los ruidos del refrigerador.
Todo menos el sonido que más necesitaba: la voz de mi madre.
Había noches en que me sentaba en el piso de mi cuarto y hablaba sola, como si ella estuviera allí.
Le contaba lo que me decían en la escuela, lo que sentía, lo que me daba miedo.
Y cuando terminaba, el silencio me respondía.
Frío. Infinito.
Empecé a escribir.
No sé en qué momento el papel se volvió mi única compañía.
Escribía frases que no entendía del todo, como si vinieran de un lugar más hondo que yo.
Un día escribí:
“Mi cuerpo es un jardín seco.
Mi alma, una semilla que ya no germina.
Y mis ojos, pozos donde nadie mira.”
Guardaba los papeles debajo del colchón.
Eran mis cartas a nadie.
Mis confesiones sin dirección.
Recuerdo una noche en particular.
Mi madre llegó más tarde que nunca.
Yo estaba sentada en el pasillo, con las piernas dobladas y la cabeza entre las rodillas.
Ella me miró rápido, con esos ojos cansados que ya no brillaban, y dijo:
—¿Por qué no duermes?
—No tengo sueño.
—Pues deberías.
Y se fue a su cuarto.
Me quedé ahí, en la oscuridad, sintiendo que el aire pesaba más que el cuerpo.
Pensé que si desaparecía, a lo mejor ella descansaría más.
A lo mejor el mundo sería más ligero sin mí.
Los días siguientes se mezclaron en una sola mancha gris.
Ya no distinguía entre lunes o domingo.
Solo sabía que estaba cansada, aunque no hacía nada.
A veces, mientras me bañaba, me quedaba mirando el agua caer sobre mis brazos, tan delgados que parecía que iban a romperse.
Y pensaba:
“El agua pasa y se va… ¿por qué yo no puedo?”
Pero al mismo tiempo, algo en mí se resistía.
Una parte pequeña, terca, que no quería rendirse del todo.
Quizá era la misma voz que me hacía escribir, o el recuerdo de los abrazos que mi madre me daba cuando era niña, cuando el mundo aún no dolía tanto.
Una tarde, mientras ella dormía en el sillón, me acerqué despacio.
Tenía el ceño fruncido incluso dormida.
Su mano colgaba del brazo del sillón, y sin pensarlo, la tomé.
Era cálida, y por un momento, sentí que la mía también lo era.
No duró mucho.
Se movió, abrió los ojos y me dijo:
—¿Qué haces, Luz?
—Nada. Solo quería tocarte.
—Anda, ve a dormir.
Me fui al cuarto y lloré en silencio, con la almohada en la cara.
No lloraba por tristeza, sino por cansancio.
Por la ausencia disfrazada de rutina, por el amor que existía, pero no alcanzaba.
A veces pienso que la depresión no llega de golpe.
Llega despacio, como una lluvia que cala sin que la notes.
Un día despiertas y ya estás empapada.
Todo lo que haces pesa, todo lo que ves duele, y hasta respirar se vuelve un acto de voluntad.
Y aun así, seguí.
No por esperanza, sino por costumbre.
Porque a veces vivir no es querer vivir, sino no saber cómo dejar de hacerlo.
“A veces me pregunto si mi madre nota que estoy desapareciendo.
Pero tal vez no soy la única.
Tal vez ella también se está apagando,
solo que aprendió a hacerlo de pie.”
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Editado: 26.11.2025