El jardin de los ecos

Capítulo VII: El día que el mundo se volvió silencio

Nunca olvidaré esa tarde.
No por lo que hice, sino por lo que sentí antes de hacerlo.
Porque no fue rabia.
Fue vacío.
Un hueco tan grande que el aire dolía al entrar.

Todo me cansaba.
Respirar, pensar, fingir.
Sonreír era como cargar piedras en la cara.
Los días se repetían con una precisión cruel: despertar, callar, aguantar, dormir.
Cada cosa que hacía parecía no tener sentido.
Y cada vez que pensaba en el futuro, solo veía una pared sin puerta.

Mi madre seguía trabajando sin descanso.
El hombre que vivía con nosotras seguía dando órdenes como si la casa le perteneciera.
Y yo... yo era solo un mueble más.
Una sombra que recogía platos, que cerraba la puerta despacio para no molestar.

A veces la escuchaba llorar en el baño.
Y aunque me dolía, no me atrevía a entrar.
Pensaba que si lo hacía, me recordaría que yo también era una carga.
Así que me quedaba en el pasillo, con el corazón apretado, esperando que dejara de sonar el agua y volviera el silencio.

El silencio...
Ese silencio que ya no me asustaba.
Era mi casa, mi idioma, mi cárcel.

Empecé a escribir más que nunca.
Frases sin orden, sin lógica.
“Ya no quiero”, “Estoy cansada”, “No hay salida”.
Llené hojas y hojas hasta que la mano me temblaba.
Luego las rompía, las escondía bajo la cama o las tiraba por la ventana.
Tenía miedo de que alguien las leyera y entendiera lo que ni yo podía explicar.

Era una mezcla de tristeza, enojo, culpa y un cansancio tan profundo que no había sueño capaz de curarlo.
Cada noche pensaba que si mañana no amanecía, nadie lo notaría.
Y si lo notaban, tal vez solo sentirían alivio.

Esa tarde, la casa estaba vacía.
El sol se filtraba por las cortinas rotas y el polvo bailaba en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido.
Me miré al espejo del baño y no me reconocí.
Tenía la piel amarilla, los ojos apagados, el cabello cortado a la fuerza por mi madre semanas atrás porque “así te ves más decente”.
Me vi fea, gorda, inútil, y sobre todo… invisible.

Me miré tanto rato que empecé a sentir que no existía.
Que la persona del reflejo era otra.
Que si cerraba los ojos, desaparecería sin ruido, sin dolor.
Solo… se iría.

El corazón me latía tan rápido que me mareé.
El pecho me dolía como si alguien me apretara desde adentro.
Y entonces lo pensé.
Por primera vez con calma.
Por primera vez sin miedo.

Pensé en desaparecer.
En dejar de doler.
En dormir para siempre.

No recuerdo exactamente cómo fue.
Solo sé que todo se volvió lento.
Los sonidos se deshicieron, las paredes se difuminaron.
Y justo cuando sentí que el aire se me escapaba, escuché algo.
Una voz.

No sé si era mi madre, o yo misma, o alguien que ya no está.
Pero dijo mi nombre.
Solo eso.

—Luz.

Y en ese instante lloré.
No como antes, no en silencio.
Lloré como si el cuerpo se me rompiera.
Como si de pronto entendiera que no quería morir, sino que alguien me salvara.
Que alguien dijera “te veo”.
“Importas”.

Me quedé en el piso, temblando, abrazando mis rodillas hasta que me dolió el cuerpo.
El atardecer se volvió noche, y el mundo siguió girando.
Y yo… yo seguía ahí.

Al día siguiente, nadie preguntó nada.
Nadie notó mis ojos hinchados, ni mis manos frías.
Mi madre se fue temprano, el hombre se quejó de que no había café, y yo fingí que todo estaba bien.
Pero algo en mí había cambiado.
Ya no era la misma.
Había tocado el fondo del pozo y lo había sentido con las manos.

Desde entonces, todo se volvió distinto.
El miedo no se fue, pero lo reconocí.
La tristeza seguía, pero ya sabía que estaba viva.
Y eso, aunque dolía, era algo.

“A veces la muerte no llega con ruido,
llega con un susurro que te convence de dormir.
Pero si escuchas con atención,
hay una voz más suave que te llama de vuelta.”




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