El jardin de los ecos

Capítulo VIII: Los invisibles

Segundo de secundaria.
Nuevo grupo, mismos pasillos, mismos rostros que me recordaban lo poco que encajaba en aquel lugar.
El uniforme me quedaba grande, no por diseño, sino por el peso que había perdido.
Mi cabello, que antes era una maraña rebelde, ahora caía sin vida sobre mi frente.
A veces me miraba al espejo y pensaba que me estaba borrando poco a poco, como una fotografía vieja que el tiempo va deshaciendo.

No hablaba con casi nadie.
Había aprendido que entre menos ruido hiciera, menos daño recibía.
Y aunque ya no lloraba tanto, el pecho seguía siendo un nudo.
No esperaba nada, ni de la gente ni de los días.

Hasta que aparecieron ellos.

Éramos tres.
Tres almas extraviadas que, sin buscarse, se encontraron en medio del desastre.
Nadie los quería cerca, y quizás por eso se acercaron a mí.

Él se llamaba Leo, un chico alto y desgarbado, con los ojos siempre entrecerrados como si estuviera pensando en otra cosa.
Decían que era problemático porque contestaba a los maestros y se saltaba clases, pero en realidad solo era un chico cansado de ser juzgado.
Tenía una risa que sonaba como trueno: fuerte, inesperada, pero cálida.

Ella era Sara, pequeña, de cabello rizado y manos llenas de dibujos.
Pintaba en los márgenes de los cuadernos, en las mesas, en las paredes del salón.
A veces la castigaban por eso, pero ella decía que el silencio la enfermaba, y que dibujar era su forma de respirar.

Nos unió un proyecto de ciencias, aunque ninguno de los tres entendía mucho del tema.
La maestra, harta de separarnos del resto, nos puso juntos.
Recuerdo que al principio nadie habló.
Solo el sonido de las hojas, los lápices, y tres respiraciones torpes que se reconocían sin palabras.

Con el tiempo, empezamos a hablar.
Primero de tareas, luego de música, después de todo.
Ellos eran los únicos con los que podía ser yo misma, sin miedo a las miradas o a los murmullos.
Leo tenía una colección de casetes viejos que traía en su mochila, y cada recreo me ponía los audífonos para que escuchara sus canciones favoritas.
“Escucha esto”, decía.
Y sonaba una guitarra triste, una voz áspera, letras que hablaban de no pertenecer.
Yo cerraba los ojos y, por un momento, me sentía parte de algo.

Sara me enseñaba a dibujar.
Decía que mis manos temblaban porque mi alma estaba buscando una salida.
Me pasaba sus colores gastados y me pedía que copiara las flores que hacía en su cuaderno.
Nunca me salían igual, pero ella sonreía igual cada vez.
“Lo importante no es que se parezca, Luz”, me decía. “Lo importante es que salga de ti”.

Nos quedábamos hasta tarde en los salones, haciendo los proyectos a medias, riendo de tonterías, comiendo galletas robadas de la cooperativa.
A veces hablábamos de lo que dolía.
De los gritos en casa, de los padres ausentes, de los maestros que nunca escuchaban.
No lo decíamos con tristeza, sino con resignación.
Como si ya hubiéramos entendido que la vida era así, un camino lleno de huecos que se aprendía a esquivar.

Pero en esos momentos, el mundo dolía un poco menos.
Había algo en ellos que me recordaba que no estaba completamente sola.

Aun así, la escuela seguía siendo un campo minado.
Los mismos compañeros seguían con sus burlas.
Ya no me gritaban tanto como antes, pero sus miradas seguían clavándose como agujas.
Las risas contenidas, los chismes, los comentarios velados.
Yo fingía no escucharlos, aunque cada palabra se quedaba pegada a la piel.

Una tarde, mientras recogía mis cosas del pupitre, escuché cómo uno de ellos decía en voz baja:
“Ahí va la loca, la que se cree artista”.
Sentí un calor subir por el cuello, un temblor en las manos.
Quise responder, pero Leo me miró y dijo despacio:
—No gastes tus palabras, Luz. Los ecos no se convencen, solo se apagan.

Y entonces entendí por qué el libro que estaba escribiendo en secreto se llamaría así.
El jardín de los ecos.
Porque todos éramos eso: ecos de lo que alguna vez fuimos, resonando en un lugar donde nadie escucha.

Mi madre seguía igual, o peor.
Cada vez más ausente, más cansada, más atrapada en su propio silencio.
A veces pasaban días sin que cruzáramos más de tres palabras.
Yo ya no esperaba su cariño, solo su atención.
Pero ni eso llegaba.
Me acostumbré a dejarle notas en la mesa con frases como “Te quiero” o “Hoy me fue bien en la escuela”, y verlas intactas al volver.
Sin una respuesta, sin una firma.
Solo el papel arrugado por el aire.

Aun así, comencé a escribir más.
Historias sobre nosotros tres: los invisibles.
Personajes que construían refugios en los techos, que hablaban con las estrellas, que hacían promesas al viento.
Era mi forma de sobrevivir.
Porque aunque la vida me seguía pesando, al menos había encontrado dos personas que no me soltaban la mano.

“Éramos tres,
los que nadie veía,
los que aprendimos a escuchar el ruido del alma
cuando el mundo nos dio la espalda.”




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