El jardin de los ecos

Capítulo IX: Primeros latidos

Leo empezó a aparecer en mis pensamientos incluso cuando no estaba cerca.
Su risa se colaba en mis silencios, sus palabras me daban calor donde antes solo había frío.
Ya no esperaba los recreos sola, ni los trabajos de grupo sin emoción.
Esperaba que él estuviera ahí, que me hablara, que nos ririéramos juntos de todo lo absurdo del mundo.

Al principio fueron miradas largas, sonrisas que duraban un segundo más de lo normal, un “gracias” que sabía a algo más.
Luego los paseos a casa se hicieron rutina.
Empezamos a encontrarnos en el parque, a esperar el camión juntos, a contar secretos que nadie más conocía.
Me sentía viva por primera vez en mucho tiempo.
Su presencia me daba aire, me hacía olvidar que el pecho podía doler tanto.

Pero no éramos los únicos.
Sara también lo miraba de esa manera.
A veces me sorprendía viendo su cuaderno lleno de dibujos con él, sonrisas dibujadas, comentarios escondidos en las hojas.
Al principio me daba risa: “Qué inocente”, pensaba.
Pero con el tiempo esa risa se volvió amarga.
Sentía que me robaba algo que creía mío, y no podía decirlo, porque sabía que estaba mal sentir celos de quien fue mi amiga.

Pronto comenzaron los pequeños enfrentamientos.
Pequeños comentarios, indirectas, miradas cargadas de reproche.
En clase, una discusión por un proyecto era suficiente para que las tensiones se dispararan.
Sara me miraba con odio disfrazado de sorpresa:
—¿Otra vez sola con él?
—Sí —respondía, intentando sonar tranquila—. Solo trabajamos.

Pero no era solo trabajo.
Era algo más.
Algo que me daba miedo, algo que no entendía del todo: me gustaba.
Me gustaba de una manera que hacía que las manos se me sudaran y que el corazón se acelerara sin razón.

Cuando mi madre se enteró, todo cambió.
Yo solo tenía trece años, y ella lo dejó claro.

—¡Luz! —me gritó mientras yo apenas podía sostener la mirada—. ¡Tienes trece años! ¿Cómo se te ocurre andar con un chico?
—No es nada, mamá —intenté explicar, con la voz temblando—. Solo somos amigos…
—¡No me mientas! —dijo, furiosa—. ¡Te vas a meter en problemas! A tu edad, no puedes andar enamorándote de nadie.

Yo me sentí atrapada.
Como si el mundo entero quisiera aplastarme.
Todo lo que había sentido por Leo ahora estaba teñido de miedo, culpa y vergüenza.
No podía tocarlo, no podía mirarlo demasiado tiempo, y sin embargo no podía dejar de pensar en él.

Leo, por su parte, parecía confundido.
Quería estar conmigo, pero también sentía que cruzábamos límites que no debía.
Sara no ayudaba; cada vez que podía me lanzaba miradas cargadas de reproche y de deseo.
Yo me encontraba en medio de algo que no entendía, pero que me quemaba por dentro.

Una tarde, después de clase, caminamos juntos en silencio.
Leo rompió el hielo con una sonrisa tímida:

—¿Sabes? Me gustas… mucho.
Sentí un calor subir por todo el cuerpo.
Quise reír, quise llorar, quise abrazarlo y desaparecer todo el miedo a la vez.
Solo asentí, incapaz de hablar.
Y en ese momento, supe que nuestra amistad había cambiado para siempre.

Pero Sara también me miraba diferente.
Ya no éramos amigas.
Todo lo que había sido ternura y complicidad entre nosotras se rompió como un espejo.
Cada proyecto, cada recreo, cada momento compartido se convirtió en competencia, en silencios tensos, en reproches.

Sentí culpa, tristeza, confusión… y miedo.
Miedo de perder a alguien que empezaba a ser mi mundo.
Miedo de que la persona que me cuidaba y me enseñaba a respirar cada día —mi madre— no comprendiera nada.
Miedo de que, al final, todos me abandonaran.

“El corazón duele como nunca cuando no sabes si tu lugar está con la amistad, con el amor, o con el silencio.
Pero incluso en ese dolor, hay algo hermoso:
que el eco de la ternura existe, aunque solo sea por un instante.”




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.