La separación llegó como un temblor silencioso.
Mi madre y el hombre con el que vivíamos, mi padrastro, discutían cada vez más.
Gritos, puertas que se cerraban de golpe, objetos que caían al suelo.
Yo me quedaba en mi cuarto, escuchando, tratando de que los ruidos no penetraran demasiado en mi pecho.
Al principio pensé que sería un alivio.
Que ya no habría más imposiciones, más frialdad disfrazada de autoridad.
Pero no fue así.
Mi madre quedó destrozada.
Sus lágrimas llenaban la casa, y a veces el llanto se convertía en gritos contra el mundo.
Me abrazaba con fuerza algunas noches, pero otras noches ni siquiera podía dormir por el miedo a que estallara.
Yo la veía rota y sentía que todo se derrumbaba otra vez.
Mi padre…
él seguía ausente.
No preguntaba, no llamaba, no ofrecía nada.
Su ausencia se convirtió en un eco que resonaba en cada rincón de mi vida.
Aprendí a no esperar nada de él, a no desear que apareciera en los momentos más dolorosos.
Su vacío se volvió otra herida más, profunda y silenciosa.
Y entonces llegó él.
Un hombre mayor, casado, con hijos.
Al principio pensé que sería distinto.
Que podría traer algo de luz a la casa, a los días apagados.
Pero no.
Mi madre se enamoró.
Y él… me enseñó a la mentira disfrazada de cariño.
Era mi madre quien reía, quien se iluminaba de una forma que no le veía desde hacía años, y yo no podía dejar de notar que ese hombre no era libre.
Tenía otra familia, otra esposa, otros hijos, y aun así traicionaba todo eso por ella.
Verlos juntos era como mirar un incendio desde la ventana: hermoso y aterrador al mismo tiempo.
Mi madre parecía feliz, pero yo veía la corrupción detrás de la sonrisa: la traición, el engaño, la complicidad con algo que no debía existir.
No podía sentir alegría por ella. Solo dolor.
Porque para mí, los adultos siempre habían sido lo que más daño podían hacer.
Mi corazón se cerró aún más.
La idea de la familia ideal desapareció por completo.
No había tierra firme donde apoyarme, solo grietas que se abrían más y más bajo mis pies.
Aprendí a esconder mis sentimientos, a mirar hacia otro lado, a no esperar nada bueno de nadie.
Incluso Leo y Sara, los que eran mi pequeño refugio, se volvieron complicados de manejar emocionalmente.
Yo sentía que nadie podía protegerme del mundo, ni siquiera los que más me querían.
Y mientras veía a mi madre enamorada de un hombre que no era suyo, entendí que la lealtad, la honestidad y el amor verdadero eran frágiles, casi imposibles de encontrar.
Me refugié más en mis dibujos y en mis historias.
Mi cuaderno se volvió un lugar donde yo podía ser dueña de todo: los personajes no me traicionaban, no me dejaban sola, no desaparecían cuando más los necesitaba.
Mis relatos se llenaron de jardines rotos, de casas abandonadas y de árboles que crecían torcidos, porque así veía el mundo: bello y al mismo tiempo cruel, imposible de confiar.
“Aprendí que los adultos también se pierden.
Que los que deberían cuidar, a veces son los que más lastiman.
Y que uno debe aprender a sobrevivir con su propio corazón,
aunque esté roto.”
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sufrimento, valor dolor y sacrificio, autoayuda y superación personal
Editado: 26.11.2025