El jardin de los ecos

Capítulo XI: La huida

Todo comenzó de nuevo, como un mal recuerdo que no se borra.

Mi madre volvió con él, mi padrastro, y las paredes de la casa parecían encogerse.

Los gritos, las discusiones, los silencios pesados.

Yo sentía que no podía respirar, que cada mirada cruzada era una amenaza silenciosa, que cada palabra era un cuchillo invisible.

Una noche, mientras la lluvia golpeaba los vidrios, algo dentro de mí se rompió.

No podía más.

No podía soportar volver a mirar a mi madre con decepción, ni a mi padrastro con miedo.

No podía seguir fingiendo que todo estaba bien cuando mi corazón gritaba lo contrario.

Así que tomé una decisión que nunca antes había considerado.

Decidí irme.

Salí con lo puesto, sin decir nada.

No miré atrás, aunque el corazón me latía tan fuerte que temí que alguien lo escuchara.

Caminé sin rumbo hasta llegar a la casa de Mariana, una amiga que vivía solo una calle arriba.

Ella siempre había sido diferente: valiente, rebelde, un poco peligrosa, con una mirada que decía que nada le daba miedo.

Al principio me dejó quedarme por una noche.

Luego, sin darme cuenta, me encontré pasando tres días fuera de mi hogar, lejos de todo lo que me ahogaba.

Mariana tenía un mundo que yo no conocía.

Chicos que fumaban, risas que olían a riesgo, juegos que no entendía del todo.

Al principio me sentí fuera de lugar.

Pero luego, de alguna manera, su mundo me parecía emocionante: una manera de escapar, aunque fuera por momentos.

Me enseñó a caminar rápido, a hablar con seguridad, a no mirar atrás.

Y poco a poco, los chicos empezaron a notarme.

No me sentí halagada, sino confundida.

Era como si mi tristeza y mi silencio los hicieran acercarse, y yo no supiera si quería ser vista o seguir invisible.

Durante esos días, mi madre me buscó.

Llamadas, vecinos que preguntaban, gritos, lágrimas.

Pero yo estaba allí, con Mariana, sintiendo algo que nunca antes había sentido: libertad y miedo al mismo tiempo.

Me di cuenta de que podía elegir dónde estar, aunque fuera solo temporalmente.

Aunque también entendí que la libertad sin guía podía ser peligrosa.

No era feliz, pero al menos podía respirar sin la presión constante de la casa.

No había gritos, no había reproches, no había traiciones disfrazadas de amor.

Solo existía yo, por primera vez, en un lugar donde podía tomar decisiones, aunque fueran malas.

Cada noche, cuando me acostaba en el colchón prestado, escribía en mi cuaderno.

No palabras bonitas, sino todo lo que sentía: miedo, enojo, confusión, ganas de llorar.

Mariana me miraba mientras escribía y decía:

—Tienes talento, Luz. Pero tienes que aprender a defenderte en este mundo.

No entendí del todo lo que quería decir.

Pero sentí que, aunque estuviera lejos de casa, el mundo era igual de cruel que ella.

Al tercer día, volví.

No por miedo, ni por arrepentimiento, sino porque mi corazón sabía que no podía huir para siempre.

La casa seguía igual: la misma madre destrozada, el mismo padrastro rígido, los mismos silencios pesados.

Pero algo dentro de mí había cambiado:

Había probado la libertad, había sentido que podía tomar decisiones, aunque fueran peligrosas.

Y también había aprendido que a veces, los lugares que parecen seguros también esconden riesgos.

“Escapar no borra el dolor.

Solo lo transforma en memoria, en lección, en miedo y valentía mezclados.

Aprendí que incluso cuando el mundo nos ahoga, podemos encontrar un espacio donde respirar… aunque sea prestado.”




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